Ya no recuerdo hace cuánto fue. Han pasado lustros, tal vez décadas. Un niño disfrazado de Hombre de Hojalata posa para la cámara, inmortalizando una versión improvisada de aquel extraño personaje de El maravilloso Mago de Oz, que sufría por haber permanecido años en la misma posición corporal. Aquél a quien Dorothy Gale auxilió, aceitando las articulaciones atrofiadas y permitiendo que el armatoste metálico recuperara su movilidad.
Hay una fotografía añosa y descolorida como prueba. En ella se observa un niño regordete, de mejillas arreboladas y ojos redondos mirando directamente hacia el fotógrafo, con el pecho inflado y los brazos extendidos. Parece inmensamente feliz con su disfraz de aluminio y cartón pintado. Han maquillado su rostro y puesto sobre la cabeza un embudo al revés. En lugar del sendero amarillo, de fondo se delinean las veredas empedradas de Estrella Blanca. Por aquellos años La Victoria no gozaba aún de aceras pavimentadas, y el niño debe pagar con creces sus primeras caídas sobre el suelo arcilloso.
Visto a la distancia todo parece una inmensa ficción. Tal como las invenciones del Mago de Oz, el niño encuentra su propia Ciudad Esmeralda entre Mártires de Chicago y Ramona Parra. No hay sendero alguno pero sí callejuelas repletas de historia, escenarios de hazañas memorables, habitadas por personajes míticos. Fuera de los límites de la casa de la abuela los baldíos alojan a brujas y seres ignotos. El peligro acechaba en cada esquina y era preciso ser precavido en cualquier expedición.
A diferencia de Dorothy, el niño nunca tuvo por proyecto salir en busca de un Mago. No soñaba con riquezas ni aspiraba a deseos mágicos; aunque sí creyó durante años que su mejor amigo, el Pechi, guardaba sus juguetes en un inmenso cuarto repleto de joyas preciosas. Pechi insistía en que debía esconder los juguetes en ese refugio, con el fin de que su hermana menor no los hallara. Cada vez que lo mencionaba la intriga se acrecentaba, echando a volar la imaginación del niño. Todo se esfumó el día en que Pechi hizo pasar a su amigo hasta el living de la casa. Allí, ante los ojos del invitado, se encaramó en una repisa y cogió un juguete del cajoncillo de un mueble corroído y vetusto. Fue la primera vez que el niño comprendía que Pechi, su mejor amigo, era muy humilde.
Jamás se le pasó por la cabeza que sus aspiraciones podían cumplirse, como las de Dorothy, mediante un simple deseo. Fue así que decidió poner manos a la obra. Su objetivo fue, durante al menos dos años, la construcción de un barco. En el patio interior de la casa de los abuelos todas las mañanas aserruchaba la madera, clavaba pequeñas puntas, incluso lijaba la superficie de los trozos de trupán. Para ello se había armado de un set de herramientas a su medida y de una banquita donde obrar. Imitando a su abuelo, que por aquellos días se ganaba la vida de lustrabotas, guardaba pulcramente los utensilios en una cajita rectangular.
Nunca supo con certeza cuál era el fin último de tan desproporcionada empresa. No perdía el tiempo imaginando parajes vírgenes, ni se figuraba como un argonauta en busca del vellocino de oro. No se le habría ocurrido, como relata Eurípides, tripular la nave Argo “sobre las sombrías Simplégades hacia la tierra de Cólquide”. Él sólo se concentraba en la simple labor de construir su propio navío.
Ya no recuerdo cuándo acabó. Me quedan, sin embargo, ciertas imágenes que marcaron esa corta pero significativa infancia en Santiago. A cada historia van asociados personajes difusos y pequeños objetos que gatillan un sinnúmero de emociones. Como aquella alcancía amarilla donde juntaba diariamente los vueltos que obtenía de los mandados; y el día en que, al escuchar los gritos del heladero, salí raudo a la calle con el chanchito amarillo para conseguir un barquillo. Pero, al voltear su contenido, observé absorto que no llegaba a los ochenta pesos. Volví casa profundamente avergonzado. Ese mismo día, al llegar mi mamá del trabajo, exigí las explicaciones del caso, pues era imposible que mis ahorros hubieran sido tan exiguos. Ella confesó entonces que había dejado mis monedas escondidas, porque había empezado a utilizar mi chanchito para guardar sus propios ahorros.
Ignoro dónde habrán quedado esas pequeñas herramientas y qué habrá sido de las maderas que, día a día, eran labradas para dar forma a un barco imposible. Al Pechi me lo he topado más de una vez en las esquinas de la Victoria. Me saluda con una especie de afecto lejano; como si aquella amistad infantil aún mantuviera sus retazos. Pese a ello, las distancias calan hondo: sus amigos me deben observar como un cuico cualquiera, y mis amigos verían al Pechi como un flaite, incluso pastabasero.
Te escribo, porque aún no he logrado hallar un barco en el cual pueda trabajar día a día, sabiendo incluso que se trata de un proyecto desfachatado e imposible. Extraño un poco la humildad con la que alguna vez nos paramos ante la vida. Pienso en el niño vestido de Hojalata y recuerdo que, en el Mago de Oz, el personaje resultaba ser finalmente un leñador, cuyo único deseo era un corazón de verdad para recuperar su sensibilidad.
Hoy también quisiera pedir un deseo como ese.