–No lo sé, Juan Preciado. Hacía tantos años que no alzaba la cara, que me olvidé del cielo. Y aunque lo hubiera hecho, ¿qué habría ganado? El cielo está tan alto, y mis ojos tan sin mirada, que vivía contenta con saber dónde quedaba la tierra.
Resulta difícil imaginar lo que puede acontecer en Santiago una tarde cualquiera de febrero. Tan pronto como nos colocamos bajo el supuesto de que otro día transcurrirá en la capital aparece un sentimiento de incorrección, como si se tratara de una contradicción lógica o, sencillamente, como si alguien estuviera jugando una broma de mal gusto. No dejan sin embargo de sorprendernos, aquí y allá, los designios caprichosos del tiempo y sus estaciones; tal cual es esta estación estival, que hunde sus entrañas en el centro mismo del Globo para asolar los rincones de la ciudad.
Así al menos lo notaron los niños que merodeaban los suburbios de Estrella Blanca. Allí se ha armado trifulca a raíz de un problema algebraico de orden mayor: el número de convocados no es suficiente para comenzar el partido de fútbol. Algo no calza en el raciocinio de los mocosos: la acostumbrada pichanga de media tarde, que cubre al menos dos terceras partes de la cuadra, parecía verse truncada por la ausencia de jugadores. Y aunque debieron recurrir a reservas en los pasajes contiguos, ni con todas las “galletas” de la población pudieron completar el equipo. Sobre los rasgos infantiles de Gonzalo, que ahora permanece sentado en la solera, se dibuja un dejo de frustración. Es el mejor jugador del equipo, lleva una camiseta con estampado del Mati Fernández y a su corta edad no logra comprender cómo es que justo hoy, en mitad de vacaciones, faltan jugadores. ¡Si hace tan solo una semana podía darse el lujo de escoger entre muchos niños que, por abundancia, debían permanecer expectantes a algún lesionado para poder incorporarse al partido! Pero en estos instantes una sensación desconocida nubla su vitalidad. Tal vez sea que los niños hayan marchado a las playas del litoral, en esa micro que el Flaco Mario dispuso para embarcar al gentío rumbo a Cartagena; paseo del que Gonza se vio excluido luego que su madre, en tono amenazante, advirtiera que se trataba de una actividad financiada con dineros sucios.
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La vieja Celia sigue fiel a sus labores. Me la encuentro una tarde de febrero barriendo hojas caídas de un árbol roñoso, mientras asegura que ha comulgado por mí esa misma mañana. “Es para que no le vaya a faltar salud y buena fortuna, mijito”. Sus misas no conocen de vacaciones ni feriados; así como sus brazos no conocen la fatiga, ni su inquebrantable ánimo los desaires de la vida. Pero lo cierto es que el calor estival altera incluso los humores de estos viejos, reviviendo en ellos la picardía de los años mozos. Y ni el feriado dominical sirve para callar un piropo al paso. “Figúrese que su abuelo don José me dijo que estaba madurita, como para pelarla con los dedos. ¡Acaso no andará muy cargado a la ternura!”
Los videojuegos de don Monchito tampoco cierran durante febrero, así como nunca acaba de renovar las consolas que desde hace años sirven a nuestras tardes de ocio. Aquí parecen haber otros progresos, un tiempo obstinado que porfía en mantener el estado de las cosas. Se trata, en todo caso, de un tiempo pillo, que cobra su factura sin anticipación. Como el bar del tío Osvaldo, donde podía acudirse por una cerveza o una caña de vino para capear el sol que a esa hora de la tarde se empinaba sobre el cielo. Hoy don Osvaldo está postrado, medio ciego, medio sordo. A una diabetes mal cuidada le siguió la amputación de sus extremidades. Cuando pasamos frente a la botillería ya no nos pone sobre su regazo, ni logra brindarnos aquella salsa de nalgadas que nos sacaba ora alaridos ora carcajadas.
Justo frente a la botillería me cuentan que el viejo de Mártires de Chicago ha pasado, como quien dice, a mejor vida. A él lo recodamos por “la mano loca”, ya que las visitas a su patio iban acompañadas de un ataque fulminante de su brazo izquierdo, al que seguía la defensa de la mano diestra, que se esforzaba por defender a sus comensales de la extremidad descontrolada.
Esos viejos olvidados merecen hoy un justo homenaje. Sus propiedades, derruidas y abandonadas, servirán a matrimonios jóvenes que poco sabrán de las andanzas de sus propietarios originales. Como don José, que ha adquirido el sempiterno hábito de reposar las tardes sobre un banco de madera, mirando en dirección a la calle mientras el sol avanza hacia el ocaso, las vidas de estos personajes anónimos pasan dejando una sombra fugaz, que se desvanece conforme cae la noche. Es bueno hacer una alto junto a la banca de don José. De seguro él ofrecerá un vaso de coca-cola que diligentemente servirá la señora Miriam, y entre balbuceos tal vez narre alguna de sus inverosímiles historias; relatos de pueblos que no corresponden a esta época ni a este lugar, repletos de fantasmas que nos recuerdan al Comala de Juan Rulfo. Y es que la contemplación del tiempo en la tranquilidad del atardecer brinda un momento de templanza, como una invitación hacia aquel poblado ignoto donde don José cazaba liones y se batía a duelos pistola en mano por el amor no correspondido de una señorita. Recuerdo haber oído, entre las ligustrinas que colindan con la peluquería Colo-Colo, la historia de un mozo que, hastiado por los desaires de una mujer, había enviado a su fiel perro con un mensaje que el canino no tardó el proferir: “quiero pedir su mano, si me lo permite, señorita”.
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“El hermano del Rigo cayó preso”, cuenta ofuscada Pilar. En su voz no hay requiebro ni rastro de tristeza. Se trata de un sentimiento que ahonda en lo íntimo y que ahora llena de brillo sus ojos azules, gastados por tantas penurias. No acabo de darme por informado cuando caigo en razón. “¿Otra vez?”. Rigo, que ha dejado las andanzas de antaño, padece hoy de una insuficiencia renal aguda producto de sus años de escaramuzas y malos hábitos. El tío Marcelo, que había pasado al menos dos temporadas en Colina I, obtuvo la libertad bajo fianza hace no muchos días. A las celebraciones familiares se añadió una oportunidad adicional: Marcelo donaría uno de sus riñones a su hermano mayor, librándolo así de los padecimientos que últimamente le aquejaban. “Pero se fue al carajo cuando cogió la nueve milímetros, ¿ves? –comenta, dando una honda calada al cigarrillo–. Llevaba varios días de farra, sin dormir y manteniéndose a puro jale. Y estando entre estos ires y venires terminó tu tío en pleito, con las rucias feas de la esquina, enfrente de la multicancha de Primero de Mayo. Ni tonto ni quedado, sacó la nueve milímetros y le dio con lanzar tiros al aire. Así: ¡pla-pla-pla! ¡Con lo choro que se nos pone! No tardaron en llegar los ratis. Lo cogieron y le quieren cargar el porte ilegal de armas. Son cuatro años y un día, por lo bajo, tratándose de un reincidente… Se jodió la operación de tu tío Rigo. Se jodió todo”.
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–¡Salud! –brinda Rigo mientras unta el trozo de marraqueta en la sopa–, ¡Salud por el triunfo! Pero no por el del partido de la tarde, que ya no me interesa el fútbol ahora, sino por el triunfo en la vida. Somos dos ganadores, ¿no crees? Yo le gané a la droga, tú le ganaste a los estudios.
–Que yo no le he ganado a nadie, tío.
–¿Cómo que no?
–¡Qué le va ganar a alguien éste, si nos salió Monja! –se incorpora el Calugón, con la camiseta puesta.
–Cruzado, y te queda la boca donde mismo.
–Segundones, querrás decir –ataca desde un flanco la Pauli.
–¡Quédense ustedes con su Copa Gato!
–Pareciera que este juega para otro equipo – añade el Calugón.
–¡Déjenla ya! Estaba yo hablando con su primo y nada tienen que ver ustedes en esto.
–Vamos saliendo al estadio. ¿Te nos unes?
–¿A ver Zorras? Disculpa, no traje mascarilla.
–¿Mascarilla? –inquiere la Pauli, que es menor y no entiende de jergas.
–Mascarilla pues, si el hedor del Monumental es insoportable.
–Olor a campeón –corrige el tío Rigo.
–El mismísimo olor, tío ¿No ve que usted y yo somos ganadores?
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Nos conocimos gracias al reggaetón. Barría puntualmente los pasillos del piso diecinueve, a eso de las ocho de la mañana. A esas horas yo salía en dirección a la universidad, y me llamaba la atención que a su corta edad estuviera dedicado a esa clase de labores. Pasaba todos los días junto a él y ni siquiera lograba concitar su atención. Tan ensimismado estaba en los quehaceres que permanecía indiferente a los habitantes del edificio. Por un momento pensé que se trataba de una suerte de resentimiento, pues parecía más joven que yo y se veía condenado a cargar cubetas y estropajos. Sin embargo la idea no me convenció, y un día decidí deslizar un saludo con más ahínco. Salí raudo del departamento y, mientras él se las veía con una mancha de grasa en los azulejos, lancé: “hola, ¿qué tal?”. Por respuesta sólo recibí el chasquido del estropajo contra el piso.
Me había dado por vencido cuando una mañana, en que salía particularmente atrasado, escuché la canción. Se trataba de Ella y yo, interpretada por ese dúo excepcional de Aventura y Don Omar. Sólo entonces, al constatar que la música brotada de su celular, pude dar con la clave. ¡El tipo no saludaba porque la música en sus auriculares simplemente lo mantenía ocupado! Pero ahora el sonido provenía de un celular en “alta voz”, y no pude sino seguir la letra de Don Omar y Aventura conforme me aproximaba a él. Así, casi sin darnos cuenta, ambos terminamos coreando la letra a lo largo del pasillo, saludándonos afectuosamente, como quien encuentra a un viejo amigo.
La mañana siguiente dimos con nosotros en el ascensor. De fondo: Quédate de “C4”.
–Y llegamos a febrero…
–Llegamos.
–¿No piensas tomar vacaciones?
–No tengo, amigo, llevo en este trabajo sólo dos meses y…
–Y tienes que aguantarte seis meses de laburo para conseguir una semana libre. Entiendo.
–Eso mismo.
–Vaya.
–Así es.
–¿Y no te aburres en Santiago?
–¿Aburrirme? No, prefiero trabajar.
–¿Cómo así?
–Así no más. Verás, si uno se queda en la casa, uno se aburre. No tienes nada que hacer y luego te entran las ganas de…
–De portarte mal…
–De portarte mal y quedarte ahí, pegado en la esquina sin nada más que hacer. Pero de eso ya casi nada, porque ahora tengo señora.
–¿Señora?
–Mi mujer y mi cabro chico, por lo que prefiero trabajar. Me gusta este trabajo, ¿sabes? Uno limpia, va por lo pisos, escucha su música, nadie te molesta.
–Ya veo, ya veo.
–Es independiente, más libre…
Entonces llegamos al piso número uno.
* * *
El horizonte parece explotar en tonos rojizos como si del mismo infierno se tratara. Es el crepúsculo que ahora azora los olmos del parque André Jarlán, que arrebola sus hojas y nos hace saber que todo lo que hemos pasado no es más que un preámbulo al anochecer. A estas horas, los niños que no consiguieron partir al litoral se reagrupan para hablar de fútbol o de películas de terror. La vieja Celia se prepara para dormir, mientras don José da sorbidos a la última taza de té del día. Rigo comienza la carrera en los radiotaxis “El Idilio”; hoy toca turno de nochero. El Calugón se afeita afanosamente, delineando la barbilla en un estilo que quiere imitar al que fuera su compañero de equipo de la población, y que hoy es una superestrella del Bayer Leverkusen. El tío Osvaldo habrá olvidado definitivamente las nalgadas a los petizos, y hoy tal vez rememore tiempos mejores con la mirada perdida en medio del salón. La resignación por la pichanga fallida se habrá borrado del rostro de Gonzalo, que ahora ha encontrado una cría de gato desahuciada. Sin pensarlo dos veces, salta la reja de una casa vecina para robar algo de alimento, y echa a andar por 30 de Octubre en dirección Poniente.
Resulta curioso imaginar lo que puede acontecer una tarde de febrero en Santiago.