He estado repasando “Los Pescadores de Perlas”, una de mis óperas favoritas. Compuesta por Bizet en 1863 bajo el nombre de Les Pêcheurs de Perles, narra un triángulo amoroso ocurrido en la exótica Ceylán. Allí, los pescadores aguardan a una sacerdotisa que, con sus oraciones a Brahma, se espera logre calmar el ímpetu de la tormenta y permita a los barcos zarpar.
Mientras tanto, en la comarca han nombrado a Zurga rey de los pescadores, acompañando su coronación con danzas y cánticos. En eso estaban cuando arriba Nadir. El reencuentro de los viejos amigos, separados por la desdicha de una virgen por ambos pretendida, da ocasión a uno de los duetos más hermosos que he oído: “Au fond du Temple Saint”. Allí ambos cantan por la amistad y lloran la mujer que una vez se interpuso en su relación. Terminan el coro con un juramento a la fidelidad.
A la sacerdotisa recién llegada se le informa que deberá permanecer en los abismos rocosos de Ceylán, aparatada de la Comarca. No deberá tener contacto con ningún hombre, ni podrá quitar el velo que su rostro cubre. A cambio, se le ha prometido la perla más hermosa de la campaña.
Nadir, que se había dedicado a la caza y la aventura, descubre a la sacerdotisa cantando y reconoce en ella la voz de Leila, su antiguo amor. Esta impresión da vida a la hermosa aria “Je crois entendre encoré”. Continuando su rombo por las costas rocosas, guiado por el canto de la sacerdotisa, Nadir se encuentra con Leila y renuevan la olvidada pasión. Mas la consumación del amor no tiene lugar, pues en esto son sorprendidos por Nourabad, sacerdote de la Comarca.
Como dispone la ley, ambos son condenados a muerte. Zurga, fiel a su amistad, implora la piedad de los dos hasta que Nourabad quita el velo de la sacerdotisa. Descubre entonces a Leila, y ante tal vejación maldice su suerte y el destino de Nadir.
Pese a todo, Zurga duda en la sentencia. En estas cavilaciones se halla cuando arriba Leila, implorando piedad por Nadir. Sus ruegos no hacen más que endurecer el corazón del rey. Perdida toda esperanza, la sacerdotisa le obsequia una cadena de oro que años atrás le diera un fugitivo por ayudarle a escapar. Zurga, absorto, reconoce en el objeto el regalo que él hizo a la mujer que le salvó la vida
Todo había quedado dispuesto para el día de la ejecución. Pero con el pueblo presente y los condenados al centro, se oye un grito de alerta: ha comenzado un incendio en la comarca. Sólo quedan los protagonistas en escena. Zurga confiesa que ha prendido fuego a las casas del villorrio para salvar sus vidas. Les implora que huyan, a lo que los enamorados responden invitándolo en su fuga. Zurga rechaza la oferta, y decide esperar allí hasta su castigo final.
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