26 de septiembre de 2009

Sonrisas Perdidas

Todo yace en silencio. Oscurece y afuera se ven hileras de automóviles avanzando por Santa Isabel con dirección Oriente. Verlos allí, tan alineados y coordinados en sus movimientos, te causa algo de gracia. Como luciérnagas en medio de la noche –piensas–, o, aún mejor, ¡como polillas emborrachadas por el resplandor de la ciudad!

La escena es cómica y pese a ello te transmite algo de sosiego y de tranquilidad. Observar todo eso desde las alturas tiene su secreto privilegio: un efecto prodigioso que hoy puedes descubrir. De vez en cuando oyes Bizet, pero el sonido es tan leve que perfectamente podría tratarse del rumor de la llovizna y sus goterones azotándose sobre los ventanales. Como una sinfonía de precipitaciones, se te ocurre.

Dejas pasar los minutos allí, calando un cigarrillo sobre ese balcón que es orquesta de aguaceros, mirador del tráfico nocturno de la ciudad.

Cuando volviste al departamento y te topaste con los libros sobre el escritorio no pudiste sino recordar el trabajo que quedaba por hacer. Ibas a preparar un poco de café y a última hora te arrepentiste. Miraste en rededor en busca de algo que desconocías. Mientras observas con desgano la casilla de correos electrónicos una entrada llama tu atención. Es un correo de tu tía, esa que hace tiempo no ves y cuyo paradero desconoces. Cuán feliz sería mi madre si supiera, dices para tus adentros, y juras guardar el secreto.

El correo lleva adjunto un texto. Lo descargas y percibes que es de mediana extensión. Antes de leerlo deberías relajarte, ponerte cómodo. Estás un poco tenso y tal vez sería prudente encender un segundo cigarrillo. Lo ignoras.

Apenas has logrado sentarte cuando empiezas a pasar la vista sobre el texto. La misiva comienza con parabienes y saludos casi protocolares, continúa con un excurso sobre las condiciones laborales actuales, las cuales –asegura el escrito– serían las causantes de los achaques de tu padre, de sus problemas de salud y de las sucesivas intervenciones quirúrgicas; pero no le crees y pasas raudo al segundo párrafo, lugar en el que ella se detiene y obliga tu detención en detalles ignotos: una casa de campo lejana, allá por San Vicente de Tagua-Tagua, veranos que el tiempo vio pasar y que tú apenas recuerdas; la fragilidad de la memoria, se te ocurre, pero no es el momento para entrar en detalles porque ella ha comenzado una descripción divina de la familia de aquel entonces, las sonrisas de tus abuelos, la inocencia de los otrora niños, un ensueño nostálgico donde todo parece ser más próximo, tan próximo que hasta puedes verla a ella riendo de tus adivinanzas e incluso verte a ti mismo inventando adivinanzas tal como ella decía que lo hacías, sacando carcajadas de la audiencia y, finalmente, esas sonrisas que el tiempo pareció labrar hasta gastarlas, colmándolas de cenizas; porque en ese texto tu padre y tu madre aún sonríen juntos y comparten una residencia humilde con la abuela, que para aquellos años es ama y señora, matriarca, como se la ha llamado en la carta, pues no están ahí las botellas de coñac escondidas al fondo de la alcuza, ni le han diagnosticado hipertensión arterial a tu abuelo tras descubrirla, a hurtadillas, hurgando en los ahorros familiares para invertirlos en nuevos desenfrenos, y ni siquiera tu madre logra intuir todo eso todavía; ella, que fue siempre la más perspicaz y que tuvo la gallardía, o la insensatez como creíste luego, de poner fin al entuerto; porque no fue sino un entuerto la seguidilla de acontecimientos que, viéndolos desde esa lejana casa de campo en San Vicente de Tagua-Tagua, parecen tan ficticios, tan irreales como para reírse de los vuelcos del destino y sus jugarretas; y con todo eso tu tía ha logrado remover las cenizas bajos las cuales cubriste, ya no recuerdas cuándo ni porqué, esas sonrisas perdidas.

Acto seguido coges lápiz y comienzas a redactar un nuevo texto. Ni siquiera reparas en que la comunicación es vía correo electrónico y que plasmarlo en papel no es más que una pérdida de tiempo.

Para cuando terminas el escrito ya no sabes cuál ha sido la carta que has gozado más, la de ella o la tuya. Ni siquiera logras identificar con precisión las escenas correspondientes a cada cual. En una, recuerdas, estás tú contando adivinanzas en un pueblo perdido allá por San Vicente de Tagua-Tagua; en la otra, estás tú contando la hilera de automóviles que al anochecer cruzan Santiago por Santa Isabel con dirección Oriente.

Afuera, la lluvia comienza a cesar.

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