26 de septiembre de 2009

Al Unísono

A Cristian Lagos

Acabamos el examen de lingüística casi al unísono. Lo entregamos cabizbajos, pensando no ya en las intrincadas propiedades de fonemas, morfemas y archifonemas, sino en la no menos compleja tarea que nos aguardaba. El semestre concluía y terminaba lo que quizá fuese el mayor esfuerzo intelectual de nuestras vidas; era como si pudiésemos tocar las vacaciones. Nos miramos de reojo mientras guardábamos las lapiceras, cogíamos nuestros cuadernos y dábamos un último suspiro, augurando el principio del fin como solía decir el maestro de historia. Pero lo cierto es que no existía tal principio o al menos nunca logramos identificar un comienzo y sin embargo teníamos que reconocer que, en cierto sentido, aquél era justamente el final. Recuerdo que sentimos el deseo de acercarnos al profesor, aunque fuese por última vez, y estrecharle la mano, decirle que no se preocupara, que todas esas horas invertidas habían valido la pena, que estuviera satisfecho porque en sus eternas sesiones comprendimos que allá afuera todo puede ser, tal como puede no serlo. Quisimos además darnos valor para lo que nos esperaba: correr y abrazarnos y constatar que nuestros cuerpos ya no temblaban, que por fin estábamos convencidos de algo. También sentí deseos de besarla. Como es usual, nada de ello ocurrió; y en las circunstancias que hoy nos reúnen, es mejor no referirnos nuevamente al asunto.

La atmósfera en la sala estaba densa, húmeda y extrañamente fría. Los alumnos continuaban guardando sus pertrechos, apurando la marcha, entregando sus exámenes, moviéndose con ligereza y evitando cualquier acto impertinente: todo detalle había quedado rigurosamente coordinado y los dos vigías infiltrados en la clase –unos políglotas eximidos del examen– tomaban nota de cada movimiento, reduciendo cualquier atisbo de improvisación. ¡Quién iba a pensar que esos cuadernillos, apuntados a pulso nervioso, luego se extraviarían e irían a parar, como se rumoreó pero jamás logró probarse, a las manos del maestro!

La única instancia de preparación que tuvimos fue a sólo horas de la prueba definitiva; ello, pues debíamos prevenirnos de cualquier posibilidad de arrepentimiento. La operación poseía tantas minucias, estaba tan llena de complejidades que no podíamos arriesgarnos a faltas, menos aún si estas provenían de espíritus blandos. Cada participante, es decir, la totalidad de alumnos que asistía al ramo, había sido debidamente adiestrado y registrado en fichas personales. El compromiso con la operación era absoluto: ningún implicado era menos preponderante (y por lo tanto menos culpable) que otro. Hubo incluso quienes sugirieron crear vínculos mayores, realizar alianzas estratégicas entre los grupos que se formaban al interior del curso y que amenazaban con fraccionarlo. Así surgió la propuesta de prácticas sexuales conjuntas con fines unificadores. La idea, disparatada de principio, cobró fuerza y antes de que fuera descartada mediante votación, nos llegaron rumores sobre actos deshonrosos entre dos sectores bastante disímiles del curso. Estas voces, cuya veracidad jamás se constató, volvieron a renacer pocas semanas antes del primer aniversario de la muerte del profesor, cuando en una conversación de pasillo se comentó el abortó a última hora de una de nuestras compañeras. A nosotros, que estábamos en la cabeza de la operación y en cierta medida más involucrados (aunque, como se ha dicho, a nivel de las conciencias todos éramos igual de culpables), recibimos información sobre la presunta violación de que había sido objeto Maira, y que luego devino en el comentado aborto. Hoy, frente a la tumba del profesor, Maira solloza y se me ocurre que tal vez está recordando su pequeño feto, o quizás imaginando el entierro que jamás pudo darle.

Aquella noche salimos juntos de la sala y sin quererlo nuestras manos se rozaron. Sentimos el temblor del otro, los dedos gélidos y la perturbación del breve contacto; imaginamos el sudor que recorría nuestras espaldas y el frío bajo las nucas. Apuramos el paso hacia las escaleras, con la vista perdida en un punto lejano y los cuerpos tensados en un caminar que, luego nos comentaron, resultó fingido y sospechoso. El maestro, según informaron los que permanecieron en la sala, contó los exámenes, los aparejó e introdujo en el sobre que se había proveído para ello, tomó su chaquetón y se acomodó los anteojos hasta salir de la facultad, siguiendo su acostumbrada ruta.

Era un tipo de talla pequeña, de ojos redondos y cabellera ensortijada; con una fisonomía torpe pero de movimientos controlados. Llevaba casi diez años impartiendo el mismo ramo, jamás había obtenido un ascenso en la jerarquía de la facultad y no teníamos conocimiento de algún estudiante que hubiera intimado con él, ni ayudantes con los cuales compartir su letal arsenal teórico. En efecto, era un intelectual dotado de una inteligencia desmedida pero mansa, poseedor de una agudeza redimida que jamás derivó en autoridad dentro de la, como suele decirse, comunidad académica universitaria. Estos hechos, por muy triviales que parezcan, nos hacían pensar que quizá Foucault se equivocaba y que el saber no deriva siempre en poder.

Lo primero que percibimos, una vez fuera, fue la densa bruma que caía sobre los parques de la universidad. Un viento gélido rasgaba labios y narices. Mientras apurábamos el paso sin dirigirnos palabra, mirándonos furtivamente para constatar la presencia del otro, sumándole velocidad a nuestro andar para llegar al lugar de intercepción en el momento preciso. Justo antes de visualizar la esquina prescrita, se nos cruzó una rata gris y larguirucha: nos observó un instante para luego perderse entre la maleza. A un par de metros, divisamos una figura asimétrica y de torpe andar que se dirigía justo hacia donde íbamos.

Un par de días después del incidente, volvimos a vernos. Sucedió en un bar minúsculo, disimulado en las faldas del cerro Santa Lucía. Pedimos vodka y permanecimos unos minutos en silencio. Tuvimos que vaciar varios vasos antes de comenzar una conversación tímida, entrecortada, irrelevante. Aquella noche nos acostamos en su departamento; tuvimos un sexo tenso, frívolo, carente de deseo. Luego de simular un orgasmo, se acurrucó estrechándose a mi cuerpo. Quizá le daba lástima. Sin decir nada saqué una libreta y comencé a escribir; ella encendió un cigarrillo y lo compartimos en silencio. A la mañana siguiente nos separamos; no volveríamos a vernos hasta el funeral del profesor.

Ahora, observando la lápida, luce como ida. Sus facciones se han endurecido, está más delgada y unas ligeras ojeras comienzan a dibujarse en su blanquecino rostro. No la he visto reír ni gesticular en toda la noche; de todos modos, es improbable que nos dirijamos la palabra.

El profesor no alcanzó a gritar cuando nos abalanzamos sobre él. Recuerdo sus ojos redondos estallando en lágrimas mientras lo cacheteaba, su cuerpo lerdo retorciéndose con las patadas y sus libros y notas dispersas por el pavimento. Aunque procuramos no hablar, para evitar ser delatados por nuestras voces, lo golpeamos lo suficiente como para simular un asalto. Una posa de sangre comenzaba a dibujarse sobre el pavimento. Tomamos el poco dinero que traía y el sobre con los exámenes. Diez minutos después nos encontrábamos a cinco cuadras de distancia, inspirando y exhalando como bestias, quitándonos los pasamontañas y verificando que todo estuviera en su lugar. Recuerdo que nos sentamos y ella se limpió los puños ensangrentados. Comenzó a sollozar.

La noticia llegó dos días más tarde. Estábamos en mitad de la clase cuando la directora académica irrumpió. Se paró frente al curso y comenzó, en un ataque de histeria, a relatarnos el “horrible hecho delictual del que había sido víctima el profesor; golpeado, ultrajado y humillado por quién sabe qué bárbaros”. La operación había sido un éxito; sólo que jamás imaginamos cuáles serían sus reales efectos.

En los funerales, nos cogimos todos de las manos, en un acto de apoyo y unidad que escondía la ominosa complicidad de ser parte, al menos incidental e indirectamente, del crimen. A la ceremonia sólo asistieron maestros y personal de la universidad, junto a algunos estudiantes desconocidos y solitarios. Ese día nos vimos e intenté tomarla de la mano, pero ella se zafó y fue a ver el féretro más de cerca.

A tres días del “macabro incidente”, el profesor nos citó a una reunión extraordinaria. Todo transcurría según lo esperado; ahora sólo nos quedaba superar la que seguramente sería la etapa más complicada. Cuando el profesor ingresó a la sala el impacto fue mayúsculo: llegaba con una venda que le rodeaba casi toda la cabeza, lleno de parches en los brazos y la cara, entre los que se podían ver las contusiones y heridas aún sin cicatrizar. Caminaba dificultosamente, ayudándose con un bastón. Era un inválido que, según el imaginario colectivo de los presentes, venía a cobrar justicia.

Como solía ocurrir, nos equivocábamos. El maestro se apoyó en su escritorio y, colocándose frente a todos, nos observó larga y detenidamente. Sus ojos se movía de acá para allá y parecían extraviarse entre los espacios que nos separaban, buscando tal vez un aura o quizá algún índice que delatara a los usurpadores. Mientras conjeturábamos toda clase de posibles reprimendas y castigos, el profesor volvió en sí y comenzó una disertación pausada y triste sobre la pérdida de los exámenes anuales. Se le veía profundamente dolido. Nos pidió las disculpas pertinentes y, antes de salir de la sala con el espinazo encorvado y su bastón guía, declaró a todos y todas, sin excepción, eximidos.

De aquí en adelante los acontecimientos se vuelven difusos. Cada nueva noticia contenía un alto grado de especulación e, incluso, incertidumbre. Desde luego, a todo ello vino a sumarse el mutismo acérrimo de la policía. No pocas veces intentamos contactarnos con los efectivos que habían encontrado el cuerpo, recibiendo siempre por respuesta alguna insólita excusa. Por los periódicos locales nos enteramos de que había saltado, o lo habían arrojado, desde el duodécimo piso del edificio donde vivía. En la fotografía adjunta a una de las crónicas se observaba un departamento pequeño y humilde, con libros que poblaban los rincones más curiosos del lugar: libros en los sillones, sobre un viejo tocadiscos, volúmenes debajo de los cojines y sobre la cocina, textos apoyados en las paredes y sobre el refrigerador. Pero lo que en realidad nos impactó fueron dos sospechosos cuadernos que yacían sobre una mesa de centro. Ese día nos habíamos reunido en casa de Maira para comparar el material recopilado; las imágenes eran difusas y en escala de grises (por más que llamamos al periódico, jamás logramos conseguir los originales), por lo que no pudimos distinguirlas a cabalidad. Ya habíamos repasado todas las fotografías cuando mi acompañante se aventuró a declarar: "son las libretas, las libretas con las tareas y pasos de la operación". Quedamos estupefactos por unos segundos y luego dirigimos, en un mismo movimiento, nuestras miradas hacia los responsables de apuntar en los cuadernillos. A pesar de las amenazas e insistencias, ambos negaron que se tratara de los apuntes, asegurando que ellos, la misma noche del incidente, los habían quemado.

En el acta de defunción no se explicitaba la causa de muerte y, ante la falta de familiares que reclamasen por los motivos de ésta, el equipo forense se contentó con firmar rápidamente el documento y despachar el cuerpo del profesor. Los funerales fueron ese mismo fin de semana. El semestre ya estaba por acabar y algunos compañeros se excusaron debido a pruebas y trabajos pendientes.

Al primer aniversario de su muerte asistió casi la totalidad del curso. Nunca había notado cómo cambiaba la gente; los compañeros hoy reunidos no parecen ser los que hace un año. Se me había ocurrido escribir unas palabras para conmemorar al profesor, leerlas sobre su tumba magullada frente a mis compañeros y cumplir así con un ejercicio de horrenda hipocresía pero que consideraba justo. Evidentemente, no lo hice.

Nos dispersamos silenciosamente, tal vez pensando en las vacaciones venideras. Antes de subir al auto me acerqué a ella y la saludé. Musitó qué tal y siguió su rumbo. Antes de perderla de vista intenté invitarla a caminar. Quizás más adelante, contestó mientras se alejaba.

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