11 de mayo de 2009

Cenas

La ternura viene antes que la seducción,

y por eso es tan difícil desesperar.

Michel Houellebeq


Un personaje no totalmente identificado yace entre un atado de sábanas. Luce como ido. A sus espaldas amanece y por las cortinas, del todo insuficientes, traspasan los haces primerizos de una mañana primaveral. Partículas de polvo flotan de aquí para allá, alternándose y confundiéndose en una danza ininteligible; colándose entre las ropas apelotonadas en un rincón, pegándose a los cuerpos aún tibios... Un suave pero persistente hedor a carne descompuesta inunda el departamento.

El ring-ring se oiría por tercera vez cuando la puerta cedió. En el pórtico esperaba ella que, al reconocerlo, esbozó una sonrisa. El que abría sintió cómo sus piernas cedían: que inevitablemente perdería el equilibrio y daría de bruces contra el suelo. Pero ella se adelantó y con un imperceptible beso en la mejilla lo resolvió todo. Él la invitó a pasar y notó su leve resbalón luego de pisar un charco de agua. A sus espaldas, los últimos rayos de sol agonizaban en un crepúsculo calipso.

El timbré suena tres minutos antes de lo previsto. Él se tambalea mientras sale de la ducha y se calza unos pantalones. Hace un repaso mental de todos los pormenores y se alegra de haber preparado la cena con antelación. Tal cual, con la camisa a medio abotonar y el cabello alborotado, sale a recibirla. Mientras abre, observa de reojo las gotas que escurren por su mejilla y van a dar al piso recién trapeado.

¡Qué curioso!, pensó al observar que la carne, al sofreírla, perdía parte de su tamaño inicial. Se le vino a la mente una antigua clase de física, en donde un senil maestro insistía en confabularse contra el viejo Newton y la mecánica clásica. “El roce de los cuerpos —acostumbraba a decir, en ademanes morbosos— produce calor. ¡Eso es evidente!”, luego daba algún ejemplo en doble sentido y continuaba, “Entonces, este calor produce un desgaste que antes no existía. Ahora bien, ¿cómo puede explicarse, reversiblemente, este proceso? ¿Eh?”. Seguramente ignoraba que este raconto espontáneo sería nuevamente evocado.

Se sentó y bajó la vista. Sus pupilas se movían inquietas, como buscando alguna cuerda etérea de la cual sostenerse. Su boca comenzaba a quebrarse y sus ojos se humedecían. A la primera lágrima sucedió el primer bofetazo; así, casi causalmente.

Sobre un tablón rebanaba los cubos de zanahoria. Luego agregó ajo y otros condimentos al aceite de oliva hirviendo. La carne, en el fuego contiguo, comenzaba a expeler olor; mientras vertía un poco de vino esperando el chisporroteo. Miró con extrañeza cómo el filete escogido escrupulosamente para la ocasión se encogía paulatinamente. Cuando llegó la hora de trozar la cebolla, sus ojos comenzaron a lagrimear.

El traspié de la entrada fue imprescindible para el contacto inicial. Instintivamente, puso la mano en su cintura y la sujetó; ella enrojeció y le agradeció sinceramente la atención. Por un momento sus cuerpos experimentaron un leve roce, seguido de un calor que ambos notaron, pero que tardaron en manifestarlo. La invitó a tomar asiento y ella encendió un cigarrillo. Intercalaron palabras sueltas hasta que el silencio se apoderó del comedor, generándose una situación tan incómoda como imprevista. El humo se disipaba en el manto impenetrable de una noche sin luna.

Jamás pensaste que los destellos de vino iluminarían de tal manera su rostro; que los suaves contornos cobrarían una textura casi de porcelana; que la risa inicial sería profética de un acto macabro. Las copas tintinearon en un brindis que abriría una cena suculenta y misteriosa.

Programó el reloj de la cocina y calculó el tiempo justo que demoraría en ducharse. Antes, eso sí, recordó un consejo anónimo y trapeó el piso, como quien dice, de punta a cabo. Se desvistió y una vez en la ducha, dudó de lo que significaba la cita pronta a concretarse. Con el agua templada delineando su figura puso fin a toda vacilación.

En un gesto grotesco, se incorporó, levantó el plato aún tibio y lo lanzó contra la pared del fondo. En la superficie quedó estampada una mancha de salsa marrón, con la carne que se deslizaba lentamente hasta precipitarse al piso. Articuló unos improperios y observó las mejillas arreboladas de su acompañante. Ella, tapando su cara, instintivamente se refugió tras la silla; sin imaginar que un jugoso y rosado filete quedaba perdido.

El timbre de la cocina terminó con el inoportuno silencio. Cortésmente, la invitó a acomodarse mientras iba a la cocina por la botella de tinto. Preparadas justamente para la ocasión, tres velas ardían en el centro de la mesa; ella agradeció el detalle con una mirada que fascinaría francamente a cualquiera. Volvió con las copas y el destapa corchos.

Jamás hubiera esperado golpe de tal magnitud. Su cara dio vuelta y automáticamente cubrió su rostro, replegando su cuerpo grácil y tensando hasta el último músculo. Comenzó a estremecerse y luego rompió en llantos. De frente a aquel bulto, no sintió más que un deseo desenfrenado de ajusticiarlo por la imprudencia cometida; impulso aumentado por el minucioso repaso de todas las carnes del objeto punitivo. Sin poder contener su instinto, comenzó una carnicería inescrupulosa.

Bebieron la copa y ella comentó la buena elección de la bebida. Él asintió y aprovechó de acercarse un poco más; estirando su dedo índice y acariciando suavemente su mejilla. Ella se contuvo un momento y vio el rostro aquel aproximarse.

Tampoco estuvo preparada para la patada que le asestó el en vientre; dejándola sin aire y provocando estremecimientos a lo largo de la espina dorsal. Siguieron otros tantos puntapiés hasta que un hilillo de sangre corrompió su rostro inmaculado. Un sudor gélido comenzaba a bajarle por el escote, multiplicando la desenfrenada mezcla de ira y lascivia de su verdugo.

No probaba bocado de vacuno alguno desde los cinco años. Desde pequeña sintió atracción por los animales; actitud que, luego de un paseo al matadero con su padre, convirtió en un dogma contra las prácticas carnívoras. Había pertenecido a numerosas organizaciones y colectivos, hasta que determinó seguir la lucha de forma autónoma, anónima, en el día a día. Tenía fama de vegana en su círculo de conocidos, convirtiendo a más de alguno a aquello que llaman dieta o estilo de vida. Nunca consideró su “trabajo” un movimiento rebelde, contestatario, ni siquiera una ideología. Para ella, constituía una parte inherente de su identidad.

La luz comienza a subir y el cuarto a iluminarse. A su lado un cuerpo otrora menudo y perfumado, permanece inmóvil. Contusiones color marrón pueblan la espalda y cinturas de la mujer, dibujando nubes o figuras obscenas. Se distrae por unos instantes siguiendo las formas de los moretones y cicatrices, que corrompen unos tejidos antes tersos y homogéneos.

Los labios apenas se rozan, con una ternura y sosiego inusitados para lo que acontecerá. Ella musita unas palabras y lo ve perderse al fondo del pasillo. Ignora por completo qué hay de cenar.

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