Nadie presta atención a estos asesinatos, pero en ellos se esconde el secreto del mundo
Roberto Bolaño, 2666
1. Los muertos
Fernando Vallejo, escritor y cineasta colombiano residente en México desde 1971, es célebremente conocido por llevar su propio Inventario Detallado de los Muertos. Se trata de un catalogo prolijo, diariamente actualizado, donde el narrador registra puntillosamente cada uno de sus difuntos. Siguiendo un estricto orden alfabético, el inventario contiene los nombres de las personas que alguna vez Vallejo conoció, y que hoy son polvo en el viento y alimento de gusanos. Para ser incorporado al prontuario basta tan sólo con que el autor haya divisado al fallecido en cuestión. Siguiendo este sencillo procedimiento, nuestro escritor ha confesado compilar una cifra que asciende por sobre a los setecientos muertos.
A lo largo de nuestras vidas, observa Vallejo, tendremos que cargar con al menos una docena de muertos. Él, que cada mañana siente el peso de las víctimas de su inventario, manifiesta que la rutina se ha vuelto insufrible. Cargar con esos muertos a cuestas representa un tormento para el alma, pero a la vez una expiación ante el inexorable paso del tiempo.
Lo importante, para Vallejo, no es morir sino tener quién rescate a los muertos del olvido.
El pasado ocho de diciembre fuimos testigos de la suma de ochenta y un muertos a nuestro propio catálogo. Un inventario detallado de los muertos es lo que exigieron entonces familiares, autoridades políticas, periodistas y peritos de turno. Un catálogo donde, siguiendo un estricto orden alfabético, se lograse dar cuenta de los calcinados a raíz del siniestro que afectó al recinto penitenciario de San Miguel. Las circunstancias del incendio, los antecedentes y responsables, el actuar de bomberos y la cobertura mediática, todo quedó suspendido por un instante ante la eventualidad de poder contar con un registro de los nuevos muertos.
Lo que al parecer se ignoraba era que, indefectiblemente, el inventario ya había sido confeccionado.
2. ¿Qué es una cárcel?
Las cárceles representan uno de los más grandiosos dispositivos jamás diseñados por la humanidad. Ideadas bajo una particular manera de establecer límites sociales, han estado presentes como instituciones reconocibles en las más diversas culturas. Descansan en un principio de relativa sencillez aunque de enorme eficacia: buscar la exclusión –por medio de la reclusión física, moral y simbólica– de ciertos individuos del resto del cuerpo social. Poco importa si se trata del mero foso cavado bajo tierra o de una isla especialmente condicionada, si se rigen por complicados sistemas de leyes o sobre sencillas reglas pautadas por el hábito. Las cárceles, como demostró Michel Foucault, han estado ahí para recordarnos lo que somos como miembros de una colectividad. Articulan una sutil tecnología social, racionalizando el castigo, disciplinando los cuerpos y, por sobre todo, construyendo un régimen de verdad en torno a nuestros recluidos.
El régimen que hoy reina en las cárceles no es otro que el régimen de la muerte.
Las cárceles son, desde luego, un mundo por cuenta propia. Operan ahí reglas particulares bajo códigos específicos. En ellas se niega uno de los principios básicos de la ciudadanía; allí los derechos fundamentales son letra muerta y la convivencia se rige por normas perversas. Los medios simbólicos de los que nos valemos diariamente en la vida social encuentran su anverso: el dinero carece de valor de cambio, el sexo está desanclado del amor, el acuerdo cede paso a la amenaza y una sutil estratificación en base al poder y el prestigio da lugar a un orden siempre perene. Ser “choro” es condición sine qua non para llegar a ser “alguien”. Ganarse el respeto en base a estocadas es el equivalente en reclusión a ser “exitoso” en la vida pública. Abusos, violencia, delación, vejámenes, constituyen el modus operandi de nuestras cárceles.
Para describir densamente una sociedad habría que entrar a sus cárceles. La parte maldita del orden social tiene ahí un sitio circunscrito, racionalizado y normalizado. ¿Cómo llegar a conocer una nación sin tener una experiencia de lo que ella reniega, esconde y aísla? Las cárceles desde siempre han sido un museo de la infamia de la humanidad. Como el libro de Vallejo, representan el inventario detallado de los muertos de una sociedad.
3. El inventario
Las cárceles lograron domesticar a la muerte y, con esto, crearon su propio inventario de muertos. No se necesita encender el televisor, buscar en prensa o consultar las radioemisoras. Los muertos están, paradójicamente, allá afuera. Son los condenados al “patio con rejas en el cielo”. Es el espectáculo de una sociedad cuya indiferencia y despersonalización requiere de esta posibilidad de visualizar lo que ha dejado fuera.
Estos días las cárceles han sido objeto privilegiado de atención. Todavía más, nunca antes habíamos presenciado “tan de cerca” nuestras cárceles. Están en los medios de prensa, en reportajes de televisión, en novelas y poemas, en instalaciones artísticas y discursos políticos. Y sin embargo cada día nos importan menos. Las razones de ello no son sólo ideológicas, como ha apuntado correctamente Carlos Peña en su columna dominical. Sus razones son también sociológicas, o, como preferiría denominarlo, profundamente experienciales.
No nos importan las cárceles pues no nos importan sus miembros. El sistema penitenciario es mierda pues en mierda están sumidos reos y gendarmes. Unos y otros son parias que, por nimios azares, terminaron del uno u otro lado de la reja. En las prisiones se hizo institución aquello de lo cual nadie quiso hacerse nunca cargo. No debemos desconocer sus consecuencias: sus muertos son nuestros muertos.
No contentos con domesticar la vida, normalizamos la muerte llevando nuestro propio inventario detallado de los parias de las cárceles modernas. A falta de certeza sobre lo que viene en la otra vida, tuvimos que crear un infierno en la tierra y volverlo espectáculo con nuestras cárceles. Sólo de esa manera llegamos a convencernos –nosotros, los que estamos fuera– de que vivíamos en el mejor de los mundos posibles.
“Nadie presta atención a estos asesinatos”, escribió Bolaño en su monstruosa alegoría de Ciudad Juárez. Nadie prestará atención a los miles que siguen muriendo en el inventario de nuestras cárceles.
Sólo quedará, como Vallejo, seguir rescatando a los muertos del olvido.
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