Sólo criticando un mito se pone de relieve la fascinación a la que se resiste
Claudio Magris, Utopía y Desencanto
Los premios literarios interesan a dos clases de personas: literatos, que viven de los premios, y críticos, que viven de lo que dicen y no dicen los literatos cuando hay un premio de por medio. Esto, por supuesto, no es materia de novedad, y las razones que se esgrimen al respecto son variadas e incluso contradictorias: que el oficio de literato es subvalorado en una cultura consumista como la nuestra; que el trabajo de los escritores es improductivo frente a una economía abiertamente orientada al lucro y regulada por el mercado; que la gente ya no lee y, en consecuencia, no compra libros; que la gente ya no lee libros porque estos son muy costosos, debido a que aún no se deroga el impuesto al valor agregado en estas mercancías; que la culpa la tiene el sistema educacional, pues no inculca en los alumnos hábitos de lectura eficaces y una comprensión lectora adecuada; que las teleseries son las novelas de los lectores del siglo veintiuno y poca atención habría que prestarle a los libros de ficción; que no se lee simplemente porque a nadie la importa un bledo lo que desconocidos tengan que decirnos; que, en definitiva, ya no hay tiempo para leer ni dinero para comprar libros.
Es cosa sabida que hoy por hoy el literato no puede darse el “privilegio” de llevar la vida del diletante ocioso del siglo dieciocho. El dandy del francés Baudelaire era justamente un invento para franceses de la emergente clase media. Lo que no es del todo cierto, pues dandis los hubo también en Inglaterra e incluso podríamos decir que la moderna forma del “siútico” le debe mucho su estampa beau y gallant. Con todo, los escritores franceses contemporáneos desembolsan millones (piénsese nada más en Houellebecq) y a pocos se les pasaría por la cabeza andar en miserias a cambio de una aura de escritor maldito. Despejemos, pues, esta “aura” y entremos en materia de lo que aquí importa: dinero.
Sea cual fuere el argumento privilegiado, lo cierto es que los literatos, como cualquier otro ciudadano de la República, exigen, y con justo motivo, una tajada del pastel de la riqueza social. Y esta tajada, que en su tiempo llegó a privatizarse con el mecenazgo, es la que se extrae ahora desde las arcas fiscales.
¿Y qué dice el Estado al respecto?
Bueno, que ahí tienen su porción: el Premio Nacional de Literatura.
Instituido durante el Gobierno del radical Juan Antonio Ríos, el Premio Nacional de Literatura beneficia, cada dos años, a un autor chileno cuya obra se estima de gran calidad para la lengua escrita, sea esta en prosa o verso. En un país en el que todo acto público es objeto de negociación política, no es de extrañar que la entrega de los premios literarios vaya precedida de candentes debates en los medios locales, todo mediado por acuerdos secretos de dudosa honra. Sobre las rencillas, dimes y diretes de la historia del Premio Nacional de Literatura no haremos sin embargo mención. El tema ha sido trabajado con singular gracia y documentación por ese excelente narrador que es Andrés Gómez Bravo, en su El club de la pelea. Tampoco es, por cierto, algo que llame en exceso la atención: si en algunas culturas opera el “regateo” como medio de estandarización momentánea de un intercambio comercial, en Chile arreglamos las cosas cortándolas por detrás, como quien dice, “muñequeando”. Y es en este muñequeo donde se desenvuelve actualmente la discusión sobre el Nacional de Literatura.
Al igual que en ocasiones anteriores, aunque con más ahínco, hoy por hoy resuena el nombre de Isabel Allende. El “caso” Allende llama la atención por dos hechos. El primero, que la escritora reside en California. El segundo, que la escritora es millonaria. De ello se desprende que, a menos que Allende sea una adicta al dinero, su búsqueda del premio radica en intereses inmateriales mayores. Nombrémosle a eso, con Weber, “prestigio”.
“Prestigio” es un bien escaso y todos lo añoran. Isabel Allende busca prestigio con el Premio Nacional de Literatura y no descansará hasta alcanzarlo. Estas parecen ser las premisas que rondan hace unos años en la fauna literaria local. Y en esta selva letrada los argumentos que se esgrimen para coronar a la nueva “reina” son, en lo esencial, tres: que la vasta obra de Allende es prueba suficiente de una trayectoria que, por su sola magnitud, es digna de un reconocimiento especial; que es mujer y en tal condición meres el premio; que es sin duda la escritora más leída y de mejor rentabilidad editorial en el país y fuera de él.
Vamos por paso.
Es sin duda una virtud la prolífica producción de Allende, que ya se la quisieran escritores como Carlos Franz que demoran al menos un lustro en parir cada nueva obra. Pero tampoco es menos cierto que cantidad no asegura calidad. Es por todos sabido que a Rulfo le bastaron dos pequeños volúmenes para cambiar el curso de la literatura del siglo XX, y que un solo libro bien escrito es a veces suficiente para coronarse con olivos en el podio de la Historia. El ritmo de producción de Allende es, a este paso, poco más que una feliz noticia para sus editores y agentes literarios.
El destacado desempeño de las mujeres en los ámbitos de la vida pública es una tendencia ya consolidada. En la literatura chilena los ejemplos son sin embargo escasos, aunque no por ello menos valiosos. Ahora bien, hacer de este el argumento para conceder el Nacional no es otra cosa que una manipulación política del premio. Una manipulación, por lo demás, tosca y a vista y paciencia de todos. La condición de una persona, su género, clase social, virtudes y defectos, no pueden ser la vara con qué medir la obra literaria. Las historias, como en el Pierre Menard de Borges, se escapan a sus creadores y siguen rumbos propios. Nadie podrá negar que pese a sus deleznables actos en la Segunda Guerra, Céline escribiera algunas de las páginas más brillantes de la novela francesa del siglo que pasó.
El último argumento es más complejo de abordar, pues obedece a tendencias mayores. Hace sólo unos años un caso análogo, guardando las proporciones, surgió cuando J.K. Rowling fue postulada al nobel por la saga del joven mago. Ante el peso de más de cuatrocientos millones de copias vendidas alrededor del globo, no era fácil resistir la tentación de coronar a la inglesa. Lo mismo puede estar ocurriendo, en un contexto local, con Allende. ¿Cuál es entonces la lógica del premio?
Negar la enorme contribución que hacen los escritores súper ventas a masificar los libros, acercando la literatura a cientos de miles de lectores que de otro modo habrían permanecido indiferentes a la narrativa, es un efecto que no puede subestimarse. Y sin embargo esto no es objeto de la creación literaria. A autores como Rowling debieran darle –en caso que existiese– el nobel de educación, por haber contribuido a la difusión del patrimonio escrito. A Allende debieran postularla al Nacional de Educación, en caso que lograra estimarse cuánto ha aportado su obra a la popularización del libro y la extensión de la lectura entre jóvenes y adultos (aunque en este caso le saldrían al paso nombres como Rivera Letelier). Pero el público de masas no es siempre el lector de literatura; en caso contrario el nobel, el Príncipe de Asturias, el Cervantes, el Pulitzer, estarían repletos de autores de libros de autoayuda.
El Premio Nacional no puede considerarse un premio de masas. Su criterio debe ser la calidad intrínseca de una obra literaria que parece llevar lo más lejos esa enfermedad enaltecedora que es la literatura. Tampoco es un premio de las élites; pues estas están demasiado ocupadas con los talleres de liderazgo contextual corporativo de Casa Piedra para perder el tiempo con libros de ficción. Es un premio a la creación literaria y con ello a sus lectores. Lo que hace el Nacional es resarcir a aquellos autores que fundan escuela, que dividen aguas en el terreno de la lengua y edifican con eso –aunque de manera siempre precaria– nuevas maneras de explotar el siempre esquivo camino del lenguaje. Es un premio –tal vez el único– reservado a quienes se han atrevido a romper los cánones de lo común y silvestre, desafiando a sus lectores a ir más allá en el terreno de la creación y destrucción de mundos a través de la palabra.
En Chile esta clase de escritores puede estar hoy en día en extinción. Tal vez sea porque jamás hubo a este lado de la cordillera un Borges que hiciera de la literatura un mito universal. En cambio hubo aquí un Donoso que hizo de la escritura un secreto, cubriendo bajo su sombra a toda una generación de narradores. Y sin embargo Chile ha tenido su Cortázar moderno, una pluma que sin vacilar barrió con los restos del realismo mágico para devolver a la literatura a las viseras mismas del lector. En el que probablemente sea el escritor menos chileno de todos, tuvo Chile esa obra que marcó escuela, que abrió espacios donde una generación de brillantes narradores se las arregla hoy para conseguir la atención del esquivo público local. Gómez Bravo, Jara, Contreras, Costamagna, Zambra, Bisama, Collyer, por nombrar sólo algunos, muestran que aún es posible hacer buena narrativa en el extremo Sur del mundo.
Pero por sobre todo, muestran que los premios literarios pueden incluso llegar a interesar a una tercera clase de personas: los lectores.
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