Cierto es que con el pasar de los años uno se coloca exigente. Más si vive ocupado, especialmente selectivo uno se vuelve en todo aquello que algo de tiempo gastado lleve de por medio. Así, conforme se arriman volúmenes sobre los anaqueles de sus bibliotecas, pareciera que al lector joven se le adhiere no sé qué halo de petulancia bibliográfica. Asume para sí mismo hábitos de letrado y, con actitud altiva, se abalanza sobre el último escritor laureado por la academia sueca o sobre “ese autor de entreguerras” cuyas obras, perdidas y luego reeditadas por la editorial de avanzada, aparecen hoy como testimonios de culto de un mundo “que ya no existe pero no deja de maravillarnos” (en su no existencia, pues de otro modo, ¡imposible!). Sobre estos “imprescindibles” del The Guardian comenta a toda hora, deleitándose con ediciones empastadas y cuidadas, nuestro bien habido y joven lector.
Con todo, nada de esto es por sí mismo objeto de reproche. En la medida en que existe un mercado editorial de impecable curatoría y críticos juiciosos que desvían nuestra atención hacia una u otra de las regiones de producción literaria, se nos hace posible el descubrimiento de obras y de autores antes impensados. Se trata de una ampliación de horizontes, como ocurrió con el incisivo –aunque a mi juicio, sobrevalorado– Richard Yates, y con tantos otros cuyo trabajo no logró penetrar el espíritu de su época (piénsese por ejemplo en Vasili Grossman). Este rescate tiene sin dudas el valor de un hallazgo, pero no por eso deja de ser una invención editorial del mismo acto del descubrir.
Sucede, empero, que el juego tiene un revés, su lado como quien dice siniestro. Y es que conforme pasa el tiempo y nace en uno esa costumbre que embrutece, se queda el lector fiel al mero asentimiento de la sugerencia editorial. A la maña que va cultivándose se suma el crítico del suplemento dominical, que no deja de darle la razón a este curioso lector contemporáneo. Sólo hace falta algo de dinero y puede uno sentirse en la cúspide de las tendencias literarias. Se vuelve, para decirlo con toda claridad, ciudadano del mundo (literario).
Lo que comienza a flaquear en nuestro lector cosmopolita constituye, paradójicamente, el impulso vital de la exploración literaria. Me refiero a la apuesta por la obra, esa inversión a ciegas que comienza cuando abrimos un libro y no termina sino hasta concluir su lectura o hasta arrojar el volumen por la ventana. Se trata, en su versión extrema, de un salto a ciegas frente a un mundo que permanece ignoto, aguardando a que alguien asome su nariz, se inmiscuya entre los personajes, envejezca con los objetos y acompañe el viaje que se abre frente a sí. El aparataje editorial que se ha montado amenaza entonces con anular la apuesta; como si de pronto el salto estuviese precedido por un trampolín. Ya no encontramos en el lector voluntad de dejar algo de sí frente al autor y su obra. Se excluye del leer todo aspecto de peligro, de pérdida. Como decía un amigo, deviene uno lector asegurado, que anda por la vida “yéndose a la segura”.
Sin lugar a dudas, apostar por Los Pichiciegos de Rodolfo Enrique Fogwill (Buenos Aires, 1941) es el mejor antídoto para remediar todas esas mañas, exigencias y disposiciones generalizadas en el llamado “buen lector” de hoy. Se trata de una obra sumamente original, de un literato anómalo, a todas luces ajeno a las carreras letradas contemporáneas. En sus entrevistas se deja ver Fogwill como un escritor mordaz, incisivo a la vez que irónico y desinhibido. Afirma con soltura que sólo lee sus propios trabajos, que su maestro no es sino él mismo y que se caga en casi todo el mundo. Opina de política sin ser políticamente correcto. Se ensaña contra el fútbol en la capital mundial del fútbol. Viaja constantemente a Chile para sostener luego que aborrece a los chilenos. Pudiera pensarse, y con justo motivo, que tras estas imposturas se esconde una pluma todavía inmadura, rencorosa cuando no artera. Es posible que el tono de las afirmaciones sea producto de un mero afán polémico, pero esas intuiciones pierden su peso una vez que nos embarcamos en la singular empresa que es leer a Fogwill. Ahí es cuando el hijo de puta mal habido deviene genio hijo de puta mal habido.
Los Pichiciegos (1983) forma parte de los trabajos tempranos de este sociólogo de la Universidad de Buenos Aires. La historia se enmarca en el conflicto bélico que envolvió a ingleses y argentinos en la así denominada Guerra de las Malvinas. En medio de una estepa de rala vegetación, a cientos de miles de kilómetros del Puerto, un pelotón de descolgados de distintas facciones del ejército trasandino ha decidido romper filas y escapar. En la zona liminal de ambos bandos, a estos fugitivos de guerra no les queda más que esconderse bajo tierra con la cándida esperanza de, una vez terminado el conflicto, volver a casa y retomar su vida no como héroes, pero tampoco como mártires. Volver a casa como los pobres diablos que siempre fueron.
Al igual que los curiosos animales de las campiñas de Las Malvinas, los pichiciegos asemejan a
“un bicho que vive debajo de la tierra. Hace cuevas. Tiene cáscara dura –una caparazón- y no ve. Anda de noche. Vos lo agarrás, lo das vuelta, y nunca sabe enderezarse, se queda pataleando panza arriba”.
En el paroxismo de la guerra, en el absurdo de conflictos políticos ajenos a toda experiencia con sentido, el grupo de los pichiciegos se aboca a lo que tal vez sea el único atisbo de cordura: sobrevivir. Una red de túneles subterráneos cobija los sueños, bromas y anécdotas de seres olvidados por la Guerra. Es en medio de esta trama donde se teje una de las historias más singulares que he tenido ocasión de leer.
La de Fogwill es una prosa de lo literal, de la oralidad. Hay en él un desencanto manifiesto acompañado de un humor negro que va a contrapelo del argumento; una suerte de jodida broma en un gesto que recuerda a los escritores malditos norteamericanos. Aun cuando la novela se aparta de ese new age resentido que alguna vez fue la Beat Generation. Como notó Juan José Saer, el grito perplejo de los beatniks,
“‘¿Quién se robó el sueño americano?’, nosotros, los del sur del continente, no necesitamos proferirlo, porque nuestro propio sueño, en todos los sentidos de la palabra, sabemos muy bien quién nos lo robó”.
¿Qué le robaron a los Pichis?
La narrativa de Fogwill carece de desarraigo u odiosidad. Es una protesta que, acallada por las vicisitudes de la historia y sus ironías, por los grupos que sostienen el poder y aquellos que lo padecen, se expresa bajo la mirada atónita de los perdedores. Es así como, a través de la anécdota de este pelotón de desertores, Fogwill recrea su propia historia infausta, ese robo del que aún son presos los argentinos.
Estar en una guerra es para los Pichiciegos una jodida broma del destino. Es para Fogwill escribir en medio de la jodida dictadura de Videla. Es para nosotros leer en medio del jodido espectáculo mediático de la literatura. Ninguno alcanza a dimensionar las proporciones del fenómeno. Se encuentran, en cierto sentido, ante la ironía esa Isla a la que nunca fueron invitados, y de la cual nunca podrán escapar.
El primer Fogwill representa, todo hay que decirlo, al desertor moderno. Al igual que ese pelotón perdido en una guerra que apenas llegan a entender, pero de la cual afloran sus más prístinos instintos, es conveniente ser por momentos un pichiciego. Aunque el ejercicio lleve a la recreación de lo ominoso, a las ironías de la historia y sus antihéroes, conviene al lector de hoy hacer una apuesta más. Tomarse el tiempo para ser un desertor de las bien habidas cosas de la actualidad.
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