De un tiempo a esta parte la columna de Ignacio Echeverría es la única que sigo con cierta frecuencia en Revista de Libros. Hubo tiempos en que el suplemento semanal de El Mercurio era para mí algo tan sagrado como es hoy acudir a la sinfónica. Recuerdo que todos los viernes procuraba escapar de alguna clase para colarme en biblioteca y coger el ejemplar del día. Amanda, la bibliotecaria, permitía capear inglés para pasar alrededor de una hora leyendo los artículos y columnas, facilitándome luego un justificativo con alguna mentada “labor extracurricular” de último minuto. A cambio debía redactar discursos pechoños para las conmemoraciones nacionales. A ella debo –felizmente– mis actuales dolores de cabeza cada vez que debo traducir un texto al inglés.
En la biblioteca del colegio existía una colección importante de periódicos, todos ellos archivados en orden temporal, por lo que podía revisar unos cuatro o cinco suplementos semanales sin problemas. Así, mientras me iba formando una idea de las últimas tendencias del mercado editorial, descubría a la par aquellos libros y autores que un día fueron centros de atención. De los pocos amigos que acompañaban estas lecturas las preferencias iban, indistintamente, por la Zona de Contacto de Wikén. Aunque le echaba vistazos con cierta curiosidad, debo reconocer que nunca encontré allí motivo de real interés. A diferencia de mis compañeros de clase, yo conocía Santiago y jamás pude encontrar en los artículos de los jóvenes autores referencias que hicieran sentido. En Zona de Contacto se dejaba ver una ciudad cosmopolita y contingente, con escenas de música alternativa y cine joven emergente, así como manifestaciones culturales underground de toda estirpe. Para mí, en cambio, Santiago parecía estar signado por los estrechos pasajes de poblaciones periféricas, por senderos de plazas y viejos que esperaban su día lanzando migajas de marraqueta a las palomas. Mi Santiago tenía esquinas con jóvenes desocupados, pichangas en medio de la calle y micros amarillas atestadas. Nada de eso veía en las plumas que se estaban formando en la hoy desaparecida publicación.
En Revista de Libros no se hablaba de Santiago sino de otras ciudades y otros mundos. Recuerdo con vivacidad la columna del Dr. Van Der Weintraube. Tenía por título “el lector compulsivo”, y se paseaba en dos o tres párrafos por un conjunto heterogéneo de lecturas que él recomendaba. El ahínco y devoción por los libros que manifestaba el autor chocaban con su falta de grandilocuencia. A diferencia de críticos convencionales, a menudo autorreferentes, empecinados en mostrar lo bien que escriben en lugar de entusiasmar al lector con el texto reseñado, Van Der Weintraube elaboraba una invitación abierta a la selva literaria. La pericia bibliografía estaba de más y no hacía falta recurrir al diccionario para comprender sus adjetivaciones. Para un adolescente como yo, sin claridades ni definiciones, esta breve columna constituía un confortable mosaico de referencias donde pasar el tiempo.
En los últimos años he ido olvidando paulatinamente Revista de Libros. También olvidé escribir. Y sin embargo jamás dudé en afirmar que leía Revista de Libros y además escribía, ambas cosas con disciplina y observancia. Esto coincide, desde luego, con mi llegada a Santiago y a la Universidad. Justo cuando parecía que las fronteras del mundo se ampliaban a destajo, mi breve incursión por la literatura comenzaba su retirada. Seguí leyendo, por supuesto, pero entonces algo había cambiado.
En la columna de este viernes Ignacio Echeverría habla de nuestros “mitos caducados”, para aludir a las construcciones que conforme pasa el tiempo nos hacemos de nosotros mismos y nuestro alrededor.[1] Creo encontrar en sus páginas una explicación al destino de la otrora uera mi revista favorita.
Hoy por hoy reviso con cierta regularidad Ñ, el suplemento cultural del Clarín. Pese a su excelente factura y elaboración, mi interés por Ñ es más bien cognitivo. Acudo a la revista con curiosidad académica, leo con rigurosidad teórica lo que antes fue una exploración a tiendas, casi emotiva. Todo pareciera indicar que nuestros libros y objetos han envejecido con el tiempo, y que nosotros debemos juzgar ese trayecto. Ya no está aquí la biblioteca del colegio, y el inglés gana cada vez más espacio a las recomendaciones literarias. Tal vez el de Revista de Libros no fuese sino uno de los posibles destinos de nuestras breves pero inolvidables incursiones en la república de las letras.
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