8 de mayo de 2009

Cuando las luces comienzan a bajar

Era la hora secreta del cielo: cuando más refulge porque los seres humanos duermen y ninguno lo mira.

Antonio Di Benedetto, Zama

Hoy la vi. Hace años que no charlábamos y debo confesar que por un momento temí no reconocerla o quizá olvidarla. Pero lo cierto es que el tiempo parece haber pasado en vano, como si nada hubiese cambiado desde las correrías de esos ya lejanos veranos en Antofagasta. Bebimos unas cervezas en un barranco cercano y nos despedimos a las afueras de su casa. Ella puso música en su teléfono celular, fue locuaz y espontánea; yo intenté bromear y evitar pensar en el pasado. Después del segundo sorbo nos largamos a echar comentarios sobre cualquier cosa. Preferí seguir el ritmo del diálogo y que la situación se desenvolviera por sí misma. De fondo Antofagasta se mostraba lejana y sombría, como un animal muerto al costado de la vía férrea. Tras las serranías el mar continuaba su persistente balanceo, apenas perceptible ante la luz tenue que provenía de los alumbrados del puerto. Cada cierto tiempo pequeños destellos como luciérnagas en pares atravesaban la costa. Conforme avanzaba la noche la ciudad cobraba ese aire que ha seducido a forasteros e inmigrantes, encanto de putas y traficantes de medio pelo, pathos de poetas frustrados y de comerciantes alcohólicos. Eso recordaba mientras ella con la mirada perdida hablaba sin reparar en mí. Eran casi las tres de la madrugada, justo cuando las luces comienzan a bajar.

Llevaba un par de días en la ciudad cuando me topé con un viejo amigo. Fue en pleno centro de la ciudad. Tenía la frente apoyada en la vitrina de una librería y lo descubrí, justo a mi lado, mirándole el culo a la joven que acomodada los libros en el anaquel superior. Era medio día y el pobre sudaba como mula. Me saludó afectuosamente. Intercambiamos gestos cordiales y luego caminamos por calle Serrano hacia el poniente, en dirección a un pequeño bar al cual no tardó en invitarme. Una vez dentro nos acomodamos en la barra y mi compañero pidió whisky para los dos. La camarera, una cuarentona de minifalda demasiado ajustada, se excusó y nos trajo unos cortos de coñac. Esperé el escozor en la garganta antes de prestar atención a su discurso, el que probablemente versaría sobre su condición de cesante, las injusticias sociales del gobierno de turno y la actual repartija de la torta fiscal. Estaba distraído y opté por dar un vistazo al entorno. La barra se encontraba vacía salvo por un hombre sombrío y hosco, de bigotes prominentes, con la vista fija en un cigarrillo que se extinguía paulatinamente. Me pareció reconocer en él a un viejo director del teatro Pedro de la Barra, que décadas atrás insistía con sus montajes sobre la vida salitrera, las pampas y el trabajo obrero, las putas y el halo fantasmagórico de una ciudad que, vista hoy, parece haber quedado reducida a los textos de aquel viejo que mira impotentemente cómo el último cigarrillo de la noche –ahora día– se consume.

Me equivocaba. En lugar de comenzar un monólogo sobre los problemas que aquejan a los cesantes del país, mi compañero de asiento narró una historia. Era la historia de una chiquilla. Chiquilla de la Capital –decía mientras agitaba el vaso, revolviendo los hielos del coñac–, que había llegado a la ciudad a ver a su hermana mayor. ¿Que cómo era la chiquilla? No sé, nunca la vi. La cuestión es que ella salió una tarde a comprar pan, viste, a comprar como quien sale cualquier día domingo a conseguir cervezas para el partido de CDA. Fue cerquita de la casa, a lo sumo unas cuatro cuadras de distancia que eran fácilmente transitables a pie. Y claro, aunque era capitalina la chiquilla, conocía el trayecto, casi como el trayecto que hacía en su cuidad natal para comprar el pan. Pero no sabía que allí cerca, del otro lado de la línea del tren, se había instalado una empresa constructora. De construcciones grandes, viste, esa que bordea toda la ladera en la zona norte de la Coviefi, como quien dice, en el sector más próximo a la falda del cerro. La línea de edificación se extendía entonces a lo largo de esta ladera y su sombra cubría todo el curso de la vía ferroviaria. Eso no permitía visualizar a la chiquilla con su bolsa del pan; más bien, nada se percibía que no fuera el pálido reflejo de los rieles de acero. Entonces, como te decía, esta chiquilla fue por el pan y en la vueltecita, cuando iba por la huella poco iluminada, la asaltó un tipo de chaqueta de cuero, ya avanzado en edad. La embiste, vez, con navaja en mano y la amenaza de muerte. Le echa improperios y la zamarrea. Le empieza a meter mano este tipo de la chaqueta y jadea en su oído mientras la pobre chiquilla en vano intenta zafarse. Escucha su respiración y desespera. Iba a salir corriendo pero él es más rápido y la coge y la tira contra una pared de concreto, donde nadie podía ver por la sombra que daban estas construcciones de las que te hablaba. Y ahí el tipo hace su cochiná. Y al rato la chiquilla vuelve a casa llorando, sin el pan, que había quedado desparramado en el sitio.

Salimos del bar luego de dos corridas más de coñac. Antes de dejar la propina sobre el mostrador lancé una último mirada al rincón donde se hallaba el viejo, pero éste ya se había marchado. Su cigarrillo estaba consumido hasta el filtro.

Nos separamos luego de una breve caminata. El sol alto y primaveral contrastaba con los fríos vientos del invierno en Santiago. Nos despedimos y por un momento pensé que Antofagasta repentinamente se había condensado en la intersección de Condell con Serrano y sus bares de mala muerte, como si toda la cuidad pudiera sintetizarse en aquella esquina. Miré hacia el viejo Cine del Centro ahora trasmutado en sede evangélica, e inesperadamente recordé la tiendilla de música usada que un viejo punk atendía. Seguramente habrá muerto, concluí, siempre se dijo que tenía sida… Me encontré entonces con una ciudad en decadencia, como un lugar cuya vida se basa en la insistente pregunta por tiempos mejores, sitio de un pasado asumido como glorioso por viejos hoy infelices, escenario de personajes sombríos, de actrices en sobrepeso, ojerosas y sueltas de carne, el texto de un guionista trasnochado, que porfía con sus escrituras de corto aliento, el teatro con sus gradas semivacías y el director que porfía con montajes pampinos cursis y mal actuados, algunos inmigrantes bolivianos pobres que vuelven, por última vez en la noche, a recorrer sus calles céntricas ofreciendo chumbeques y pululos.

Ha bebido el último sorbo de la botella y me ofrezco para lanzarla barranco abajo, hacia el vacío. Espero escuchar el chasquido de ésta azotándose contra las rocas, pero sólo recibo un golpe seco y sordo. Ella se burla del tiro fallido y marchamos en dirección a casa. Estaba comentando algo sobre sus amistades cuando atravesamos la línea del tren. Inconcientemente dirijo mi vista hacia el norte y me sorprendo por un enorme foco, del cual emana una luz blanquecina fluorescente que ilumina exageradamente la ladera de los cerros entre los viejos edificios de la construcción y la vía férrea. Ahorro comentarios y lanzo una mirada a mi acompañante. Ella sonríe, comenta que el foco lo instaló el municipio como política preventiva. Pienso en esa palabra, prevención. Nada puede prevenirnos, pienso, y nos despedimos.

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