Está oscureciendo y te agrada, te sientes tranquilo al saber que tus actos serán en penumbras y, de cierta forma, es más seguro...
Te vuelves hacia el espejo de tu madre, lo admiras; es ovalado y tiene un marco de roble envejecido. En él se ve tu reflejo desde el abdomen hacia arriba. Está colgado por encima del mueble que contiene los cosméticos, ese que nunca alcanzaste de pequeño. “Que práctico”, piensas mientras das pasos temblorosos y miras hacia ambos lados: nada, la habitación, amplia y sobrecogedora, está vacía. Entonces comienzas a desvestirte, la ansiedad aumenta y estás extasiado, mas sabes que hoy tu madre llegará tarde, perpetuamente tarde. Así que desabrochas los infinitos botones de la camisa blanca y aflojas el nudo de la corbata del liceo, las manos sudan. Te acercas al armario y encuentras aquel vestido que siempre te encantó, el que usaba mamá en verano, aquel que piropeaban con lascivia los hombres de la construcción, ese verde floreado que llega bastante más arriba de los muslos. Y entonces quedas en calzoncillos, coges el vestido con suma delicadeza y lo frotas contra tu piel lampiña, te lo encajas, la prenda se desliza sutil; estás feliz por tu ausencia de vellos y sólo te queda un poco ajustado a la cintura; “tengo que adelgazar”, dices en voz alta mientras giras frente al espejo y vez tus nalgas resaltadas entre las flores, eso te asombra, te excita y das un par de vueltas para el espejo ¾cuan bailarín¾, e imaginas que es tu admirador furtivo y no tardas en tropezar con la camisa que se arruga en la alfombra, ¡Cuidado! No vallas a estropearla; la recoges, te la pruebas y te agrada; el blanco combina con el verde.
Transcurren unos segundos. Tus instintos te guían y comienzas a escudriñar en el mueble hasta que encuentras la “cajita de los cosméticos”. La abres, coges un lápiz labial entre tus dedos, lo observas un momento y lo destapas suavemente, así, casi con cariño, lo posas en tus labios carnosos y luego lo frotas lanzando besos. Es un tono violeta, cremoso y con una inscripción en francés que no entiendes. La falta de experiencia sale a relucir y las comisuras de tus labios se manchan; todo lo solucionas con la manga ¿no? Nuevamente te presentas ante tu fans; el espejo te contempla, asiente, te aprueba y dejas el labial en la cajita para luego toparte con una fotografía, quebrajada en las esquinas...
“¡Marica!”, gritaría tu padre si estuviera aquí. Mas no te preocupa; él no está, porque tú no tienes padre, o bien, ya no lo recuerdas. Entonces doblas la foto y la colocas en el ínfimo bolsillo de la camisa, ese que usas para guardar las lapiceras bic.
Un fuerte golpe y tu corazón comienza a latir con violencia, te aceleras, la adrenalina fluye y sólo atinas a tapar la cajita y dejarla en su lugar, todo va rápido, lo más rápido posible pero es tarde, la luz se enciende y las penumbras ¾que antes te resguardaron¾ han desaparecido y vez la figura que tanto temes, aumentada mil veces por el reflejo de la bombilla. Tu madre es la que entra con paso estridente; ella, que es mamá y papá a la vez y que ahora te mira de arriba a abajo y no te entiende ni de arriba ni de abajo. ¡Pero qué mierda te pasa!, grita con su voz aguda y no alcanzas a decir nada, menos pensar, cuando te llega la bofetada y tu cara da vuelta y la fotografía que sale despedida de tu bolsillo va a dar al piso, y tu madre se percata, la coge, la contempla por unos segundos: “pero, de dónde salió esto...” dice para sí misma. Continúa observándola, analizándola, se acerca y te abraza con fuerza, “no fue tu culpa” parece decir sollozando mientras das un leve suspiro y no comprendes, pero igualmente lloriqueas: no tanto por el dolor de tu madre como por la tensión del momento. “Él, él es el único culpable -te susurra al oído-, ese hombre malo; ese hombre que me dejó y nos dejó. Sí mi niño -y ambos lloran abrazados, ella más que tú-, él se marchó con todo, con el auto, el dinero, mi amor -y apunta al caballero de la fotografía de esquinas quebrajadas-... Con el maldito amor que le tuve, ¡porque yo lo quería!, ¡a él, sí, lo quería! Quería a ese hombre, que era hombre y mujer a la vez. Amaba a ese maricón, ¡lo juro! Incluso lo quise cuando lo vi esa noche, en la cama, con tu tío Roberto... el muy maraco. Lo quise aún cuando hizo su maleta, entre gritos y lagrimas. Lo quise; pero no dejé que se despidiera de ti... no, de ti, nunca. Pero yo sé, no te preocupes, mi niño, yo sé que usted no es como él”.
Al día siguiente tuviste que tirar la camisa a la basura porque la mancha de labial no salió con nada y eso que tu madre la dejó remojando en cloro toda la noche.
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