8 de mayo de 2009

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A Catalina

Sobre Santiago cae una bruma fresca que parece avecindar tiempos otoñales. El lento transcurrir de la tarde invita a caminar un momento, detener la marcha, tomarse un tiempo y seguir el rumbo. En eso estaba cuando di conmigo en el teatro de la Universidad. Me agradó constatar que aquella noche interpretarían piezas de Brahms –desconocidas para mí, por cierto–, y rápidamente conseguí un ticket. Una vez dentro, recordé que esa noche una virtuosa violinista interpretaría los nocturnos en calidad de solista. Era una mujer alta y robusta, de cabellos dorados y piel blanquecina. Vestía un corsé verde como los bosques germanos y una falda enorme tableada en un rojinegro escoses. Parecía un hada de las fábulas de la mitteleuropa, o de esas ninfas que a las orillas del Rihn sorprenden a los viajeros impertinentes.

En ella pensaba cuando, más tarde, caminando por 30 de Octubre, me topé con Calugón. Parecía feliz de verme, aunque en su sonrisa espontánea noté cierta preocupación. Nos saludamos afectuosamente y comenzamos a ponernos al día en nuestras respectivas actividades. Me contó que estaba bien, que seguía estudiando y hacía tiempo no carreteaba. Calugón es de esos jóvenes que puedes hallar en las esquinas de las poblaciones periféricas de la capital, charlando con otros tipos de procedencia y futuro inciertos. Cualquiera que lo viese –desde nuestro punto de vista, evidentemente– intuiría que se trata de un traficante menor o un consumidor esporádico de droga; si lo escuchase hablar, no dudaría en tildarlo de flaite o, cuanto mucho, de poco educado. Si el desconocido se tomase algo de tiempo, si intercambiara algunas palabras con Calugón, no tardaría en percatarse de que se trata de una persona excepcional.

A Calugón lo conocí allá por el verano del dos mil dos. En aquellos tiempos escuchábamos Rage Against The Machine, y él se contentaba cada vez que yo traducía pequeños fragmentos de sus letras. Tomábamos cerveza al calor de esas tardes interminables, concluyendo de vez en cuando nuestras jornadas con un oportuno melón con vino. Amenizábamos el día capeando el calor en una minúscula piscina plástica. Calugón comentaba lo mucho que le interesaban los autos, y su idea de ir a la universidad; yo, cuatro o cinco años menor, describía las playas antofagastinas y los vientos que, al atardecer, acompañan los cigarrillos de los veraneantes. Pasamos la temporada estival viéndonos casi todos los días, sentados en las soleras de La Victoria, observando, despreocupados, cómo transcurría el tiempo delante nuestro, casi sin tocarnos, como si no fuésemos a envejecer.

Calugón habló de su novia. “¿Te acordai que estaba con una mina? La loca se fue pues, hace como un mes que no la veo. Chateamos eso sí todos los días. Ahora quiero irme. Quiero ir para allá, a dónde se fue la loca, a Suiza. Quiero irme y probar suerte. Pero antes tengo que sacar el técnico”.

Calugón vive con su madre en una casita de Galo González. Nunca ha mencionado a su padre, y es probable que no tenga. Sus amigos son jóvenes de los alrededores, visten ropas de marcas vistosas y tal vez tengan algún grado de adicción a la pasta base. Muchos de ellos no trabajan o trabajan en empleos informales y mal pagados. No caben dudas de que nunca concluyeron su educación media y que desfilaron por escuelas municipales de poca monta. Pasan el tiempo en las esquinas, hablando de sus vidas y comentando experiencias, mirando a los que pasan y observando el mundo a través de la población.

Intenté no hablar demasiado de mí. Estaba más interesado en Calugón y su nuevo proyecto. Al enterarse de que estaba realizando la práctica en la universidad y me hallaba en camino de obtener el título, afirmó que yo sería un científico. “Tú eres puro estudio –indicó mirando el libro que llevaba bajo el brazo–, para mí que vas a ser científico”. Luego de eso miró hacia arriba, como buscando en el cielo alguna palabra que se le hubiera escapado en ese preciso instante. Un poco más sosegado, me atrevería a decir que con cierta humildad, añadió que le gustaría seguir estudiando. “Quiero terminar el técnico, viste, y ver si puedo educarme allá, en Suiza. Trabajar en algo y también educarme, para que cuando vuelva me tomen en cuenta”.

Nunca he comprendido a cabalidad el misterioso mecanismo que opera en nuestro interior cuando comenzamos una amistad, ni las vicisitudes de dos vidas que, en determinado momento, divergen hasta el punto de hacerse irreconocibles. Pienso en la improbabilidad de que biografías como las nuestras hubiesen coincidido; y agradezco que las casualidades sigan interviniendo, en una suerte de secreto azar, en las vidas de las personas.

Me despido de Calugón y giro en Estrella Blanca rumbo a la casa de mi abuela. Pienso en la suerte y recuerdo sus últimas palabras: “y eso es lo que quiero hacer este año: quiero irme y después volver. Aunque no sé si vuelva.”

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