11 de mayo de 2009

Un refugio

En cualquiera de estos casos sacaré la consecuencia de que no han estado a la altura de sus propios actos, de que no han estado a la altura del mundo como realmente es, y a la altura de su cotidianidad.

Max Weber, La política como vocación.

Aún no tienen nombre y pareciera no importarles. Nadan y circundan las piedrecillas con lentitud, apaciblemente. Mordisquean camarones resecos mientras me descabezo en busca de un par de apelativos. Estiran su cuello y se pierden entre las burbujas. Pienso que Lévi-Strauss[1] se indignaría ante las casi dos semanas que han permanecido sin nominación, ajenas a todo sistema categorial, a cualquier taxonomía que, como Borges en su misterioso relato, le imprimiría la necesaria clasificación a los objetos, devolviéndole el orden a las cosas.

Orden no ha habido mucho desde un tiempo hasta ahora. Mi antigua obsesión, que no surge necesariamente a partir de las lecturas de Radcliffe-Brown, ha cedido frente a la pereza o quizás ante el fastidio de un mediocre comienzo de año. Tal vez son ambas voluntades sumadas a la imposibilidad de decir algo, más bien de encontrar algo, realmente interesante de formular. Sin embargo siempre queda la posibilidad de actuar con cinismo, de fingir inteligencia y fruncir el seño ante cualquier observación, simulando reflexión y análisis. Lo cierto es que distinguir entre alguien realmente inteligente y quien simula inteligencia es una operación ya poco inteligente. O de mal gusto, quién sabe.

El trabajo ha dejado de ser gratificante o, en gran medida, se ha rutinizado. Ha perdido aquello que tenía de misterio para automatizarse y hacerse más efectivo, eficiente. Pienso en Max Weber y su tipo ideal del burócrata y temo, a esta edad, convertirme en un nuevo profesional de cuello blanco. Luego me arrepiento y retomo otros asuntos. Escribo sobre política (cuando uno deja de escribir bien, sólo puede conformarse con redactar misivas y artículos políticos) y genero expectativas en torno a ello. Ayer leía, por tercera vez, la inspiradora conferencia de Weber donde afirmaba: “es completamente cierto, y así lo prueba la Historia, que en este mundo no se consigue nunca lo posible si no se intenta lo imposible una y otra vez”[2]. Pero apostar a lo imposible tiene sus costes; y como decía Cortázar, las apuestas suelen perderse.

Se distinguen sin mucha dificultad. Una es de caparazón oscuro, colita larguirucha y carácter aprensible. Es temerosa y alimentarla requiere más tiempo del que dispongo. La otra, por el contrario, es activa y se aventura a lanzar mordiscos cada vez que le acerco su ración de camarón-seco. Ambas viven en una tortuguera de dimensiones cómodas. Pueden sumergirse a gusto y, de vez en cuando, disfrutar de unas horas de luz solar; momentos que aprovechan para descansar y recibir hasta el último haz de luz.

A veces las observo y me pregunto por su cautiverio. Luego la interrogación se refleja y surge la cuestión de mi propio cautiverio. Desecho estos pensamientos por su contenido cursi y sensiblero. Tomo la guitarra y espero a que los reptiles continúen su baño de sol.

“Jory” postula como nombre para la más ágil. Lo tomé prestado del segundo apellido de Berni, una estudiante de sociología que impresiona tanto por su belleza como por su simpatía e inteligencia. Charlamos unos minutos hoy. Habló de sus vacaciones, de su afición por los libros –lee a Bertoni, confesó– y su buen gusto musical. Mis aportes fueron escasos y lamenté no haber dejado espacio al silencio. El silencio, por cierto, es necesario. Bebimos café sin azúcar, Berni subió a su auto y, antes de marcharse con dirección Nororiente, me comentó que escribía. No quiso extenderse en detalles. Nos despedimos y el auto arrancó. Probablemente iba a visitar a su novio.

He encontrado en los libros un refugio cómodo. Al igual que las pequeñas tortugas con su tortuguera, me fascina la idea de que la totalidad del mundo esté contenida en aquellas páginas. Puedo sumergirme, nadar y comer de vez en cuando. Al parecer rebautizaré a la tortuga vivaz –Jory– como “Cass”, una chica increíblemente atractiva que solía darse cortes en los brazos durante sus noches de borracheras, en un cuento homónimo del viejo Bukowski.



[1] Cf. Claude Lévi-Strauss, "El individuo como especie", en El pensamiento salvaje, Fondo de Cultura Económica, México, 1972

[2] Max Weber, “La política como vocación” en Max Weber. El político y el científico, Editorial Alianza, Madrid, 1967, p. 178.

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