16 de diciembre de 2010

Inventario de los Muertos

Nadie presta atención a estos asesinatos, pero en ellos se esconde el secreto del mundo

Roberto Bolaño, 2666


1. Los muertos

Fernando Vallejo, escritor y cineasta colombiano residente en México desde 1971, es célebremente conocido por llevar su propio Inventario Detallado de los Muertos. Se trata de un catalogo prolijo, diariamente actualizado, donde el narrador registra puntillosamente cada uno de sus difuntos. Siguiendo un estricto orden alfabético, el inventario contiene los nombres de las personas que alguna vez Vallejo conoció, y que hoy son polvo en el viento y alimento de gusanos. Para ser incorporado al prontuario basta tan sólo con que el autor haya divisado al fallecido en cuestión. Siguiendo este sencillo procedimiento, nuestro escritor ha confesado compilar una cifra que asciende por sobre a los setecientos muertos.

A lo largo de nuestras vidas, observa Vallejo, tendremos que cargar con al menos una docena de muertos. Él, que cada mañana siente el peso de las víctimas de su inventario, manifiesta que la rutina se ha vuelto insufrible. Cargar con esos muertos a cuestas representa un tormento para el alma, pero a la vez una expiación ante el inexorable paso del tiempo.

Lo importante, para Vallejo, no es morir sino tener quién rescate a los muertos del olvido.

El pasado ocho de diciembre fuimos testigos de la suma de ochenta y un muertos a nuestro propio catálogo. Un inventario detallado de los muertos es lo que exigieron entonces familiares, autoridades políticas, periodistas y peritos de turno. Un catálogo donde, siguiendo un estricto orden alfabético, se lograse dar cuenta de los calcinados a raíz del siniestro que afectó al recinto penitenciario de San Miguel. Las circunstancias del incendio, los antecedentes y responsables, el actuar de bomberos y la cobertura mediática, todo quedó suspendido por un instante ante la eventualidad de poder contar con un registro de los nuevos muertos.

Lo que al parecer se ignoraba era que, indefectiblemente, el inventario ya había sido confeccionado.


2. ¿Qué es una cárcel?

Las cárceles representan uno de los más grandiosos dispositivos jamás diseñados por la humanidad. Ideadas bajo una particular manera de establecer límites sociales, han estado presentes como instituciones reconocibles en las más diversas culturas. Descansan en un principio de relativa sencillez aunque de enorme eficacia: buscar la exclusión –por medio de la reclusión física, moral y simbólica– de ciertos individuos del resto del cuerpo social. Poco importa si se trata del mero foso cavado bajo tierra o de una isla especialmente condicionada, si se rigen por complicados sistemas de leyes o sobre sencillas reglas pautadas por el hábito. Las cárceles, como demostró Michel Foucault, han estado ahí para recordarnos lo que somos como miembros de una colectividad. Articulan una sutil tecnología social, racionalizando el castigo, disciplinando los cuerpos y, por sobre todo, construyendo un régimen de verdad en torno a nuestros recluidos.

El régimen que hoy reina en las cárceles no es otro que el régimen de la muerte.

Las cárceles son, desde luego, un mundo por cuenta propia. Operan ahí reglas particulares bajo códigos específicos. En ellas se niega uno de los principios básicos de la ciudadanía; allí los derechos fundamentales son letra muerta y la convivencia se rige por normas perversas. Los medios simbólicos de los que nos valemos diariamente en la vida social encuentran su anverso: el dinero carece de valor de cambio, el sexo está desanclado del amor, el acuerdo cede paso a la amenaza y una sutil estratificación en base al poder y el prestigio da lugar a un orden siempre perene. Ser “choro” es condición sine qua non para llegar a ser “alguien”. Ganarse el respeto en base a estocadas es el equivalente en reclusión a ser “exitoso” en la vida pública. Abusos, violencia, delación, vejámenes, constituyen el modus operandi de nuestras cárceles.

Para describir densamente una sociedad habría que entrar a sus cárceles. La parte maldita del orden social tiene ahí un sitio circunscrito, racionalizado y normalizado. ¿Cómo llegar a conocer una nación sin tener una experiencia de lo que ella reniega, esconde y aísla? Las cárceles desde siempre han sido un museo de la infamia de la humanidad. Como el libro de Vallejo, representan el inventario detallado de los muertos de una sociedad.


3. El inventario

Las cárceles lograron domesticar a la muerte y, con esto, crearon su propio inventario de muertos. No se necesita encender el televisor, buscar en prensa o consultar las radioemisoras. Los muertos están, paradójicamente, allá afuera. Son los condenados al “patio con rejas en el cielo”. Es el espectáculo de una sociedad cuya indiferencia y despersonalización requiere de esta posibilidad de visualizar lo que ha dejado fuera.

Estos días las cárceles han sido objeto privilegiado de atención. Todavía más, nunca antes habíamos presenciado “tan de cerca” nuestras cárceles. Están en los medios de prensa, en reportajes de televisión, en novelas y poemas, en instalaciones artísticas y discursos políticos. Y sin embargo cada día nos importan menos. Las razones de ello no son sólo ideológicas, como ha apuntado correctamente Carlos Peña en su columna dominical. Sus razones son también sociológicas, o, como preferiría denominarlo, profundamente experienciales.

No nos importan las cárceles pues no nos importan sus miembros. El sistema penitenciario es mierda pues en mierda están sumidos reos y gendarmes. Unos y otros son parias que, por nimios azares, terminaron del uno u otro lado de la reja. En las prisiones se hizo institución aquello de lo cual nadie quiso hacerse nunca cargo. No debemos desconocer sus consecuencias: sus muertos son nuestros muertos.

No contentos con domesticar la vida, normalizamos la muerte llevando nuestro propio inventario detallado de los parias de las cárceles modernas. A falta de certeza sobre lo que viene en la otra vida, tuvimos que crear un infierno en la tierra y volverlo espectáculo con nuestras cárceles. Sólo de esa manera llegamos a convencernos –nosotros, los que estamos fuera– de que vivíamos en el mejor de los mundos posibles.

“Nadie presta atención a estos asesinatos”, escribió Bolaño en su monstruosa alegoría de Ciudad Juárez. Nadie prestará atención a los miles que siguen muriendo en el inventario de nuestras cárceles.

Sólo quedará, como Vallejo, seguir rescatando a los muertos del olvido.

Los Desertores de Siempre

Cierto es que con el pasar de los años uno se coloca exigente. Más si vive ocupado, especialmente selectivo uno se vuelve en todo aquello que algo de tiempo gastado lleve de por medio. Así, conforme se arriman volúmenes sobre los anaqueles de sus bibliotecas, pareciera que al lector joven se le adhiere no sé qué halo de petulancia bibliográfica. Asume para sí mismo hábitos de letrado y, con actitud altiva, se abalanza sobre el último escritor laureado por la academia sueca o sobre “ese autor de entreguerras” cuyas obras, perdidas y luego reeditadas por la editorial de avanzada, aparecen hoy como testimonios de culto de un mundo “que ya no existe pero no deja de maravillarnos” (en su no existencia, pues de otro modo, ¡imposible!). Sobre estos “imprescindibles” del The Guardian comenta a toda hora, deleitándose con ediciones empastadas y cuidadas, nuestro bien habido y joven lector.

Con todo, nada de esto es por sí mismo objeto de reproche. En la medida en que existe un mercado editorial de impecable curatoría y críticos juiciosos que desvían nuestra atención hacia una u otra de las regiones de producción literaria, se nos hace posible el descubrimiento de obras y de autores antes impensados. Se trata de una ampliación de horizontes, como ocurrió con el incisivo –aunque a mi juicio, sobrevalorado– Richard Yates, y con tantos otros cuyo trabajo no logró penetrar el espíritu de su época (piénsese por ejemplo en Vasili Grossman). Este rescate tiene sin dudas el valor de un hallazgo, pero no por eso deja de ser una invención editorial del mismo acto del descubrir.

Sucede, empero, que el juego tiene un revés, su lado como quien dice siniestro. Y es que conforme pasa el tiempo y nace en uno esa costumbre que embrutece, se queda el lector fiel al mero asentimiento de la sugerencia editorial. A la maña que va cultivándose se suma el crítico del suplemento dominical, que no deja de darle la razón a este curioso lector contemporáneo. Sólo hace falta algo de dinero y puede uno sentirse en la cúspide de las tendencias literarias. Se vuelve, para decirlo con toda claridad, ciudadano del mundo (literario).

Lo que comienza a flaquear en nuestro lector cosmopolita constituye, paradójicamente, el impulso vital de la exploración literaria. Me refiero a la apuesta por la obra, esa inversión a ciegas que comienza cuando abrimos un libro y no termina sino hasta concluir su lectura o hasta arrojar el volumen por la ventana. Se trata, en su versión extrema, de un salto a ciegas frente a un mundo que permanece ignoto, aguardando a que alguien asome su nariz, se inmiscuya entre los personajes, envejezca con los objetos y acompañe el viaje que se abre frente a sí. El aparataje editorial que se ha montado amenaza entonces con anular la apuesta; como si de pronto el salto estuviese precedido por un trampolín. Ya no encontramos en el lector voluntad de dejar algo de sí frente al autor y su obra. Se excluye del leer todo aspecto de peligro, de pérdida. Como decía un amigo, deviene uno lector asegurado, que anda por la vida “yéndose a la segura”.

Sin lugar a dudas, apostar por Los Pichiciegos de Rodolfo Enrique Fogwill (Buenos Aires, 1941) es el mejor antídoto para remediar todas esas mañas, exigencias y disposiciones generalizadas en el llamado “buen lector” de hoy. Se trata de una obra sumamente original, de un literato anómalo, a todas luces ajeno a las carreras letradas contemporáneas. En sus entrevistas se deja ver Fogwill como un escritor mordaz, incisivo a la vez que irónico y desinhibido. Afirma con soltura que sólo lee sus propios trabajos, que su maestro no es sino él mismo y que se caga en casi todo el mundo. Opina de política sin ser políticamente correcto. Se ensaña contra el fútbol en la capital mundial del fútbol. Viaja constantemente a Chile para sostener luego que aborrece a los chilenos. Pudiera pensarse, y con justo motivo, que tras estas imposturas se esconde una pluma todavía inmadura, rencorosa cuando no artera. Es posible que el tono de las afirmaciones sea producto de un mero afán polémico, pero esas intuiciones pierden su peso una vez que nos embarcamos en la singular empresa que es leer a Fogwill. Ahí es cuando el hijo de puta mal habido deviene genio hijo de puta mal habido.

Los Pichiciegos (1983) forma parte de los trabajos tempranos de este sociólogo de la Universidad de Buenos Aires. La historia se enmarca en el conflicto bélico que envolvió a ingleses y argentinos en la así denominada Guerra de las Malvinas. En medio de una estepa de rala vegetación, a cientos de miles de kilómetros del Puerto, un pelotón de descolgados de distintas facciones del ejército trasandino ha decidido romper filas y escapar. En la zona liminal de ambos bandos, a estos fugitivos de guerra no les queda más que esconderse bajo tierra con la cándida esperanza de, una vez terminado el conflicto, volver a casa y retomar su vida no como héroes, pero tampoco como mártires. Volver a casa como los pobres diablos que siempre fueron.

Al igual que los curiosos animales de las campiñas de Las Malvinas, los pichiciegos asemejan a

“un bicho que vive debajo de la tierra. Hace cuevas. Tiene cáscara dura –una caparazón- y no ve. Anda de noche. Vos lo agarrás, lo das vuelta, y nunca sabe enderezarse, se queda pataleando panza arriba”.

En el paroxismo de la guerra, en el absurdo de conflictos políticos ajenos a toda experiencia con sentido, el grupo de los pichiciegos se aboca a lo que tal vez sea el único atisbo de cordura: sobrevivir. Una red de túneles subterráneos cobija los sueños, bromas y anécdotas de seres olvidados por la Guerra. Es en medio de esta trama donde se teje una de las historias más singulares que he tenido ocasión de leer.

La de Fogwill es una prosa de lo literal, de la oralidad. Hay en él un desencanto manifiesto acompañado de un humor negro que va a contrapelo del argumento; una suerte de jodida broma en un gesto que recuerda a los escritores malditos norteamericanos. Aun cuando la novela se aparta de ese new age resentido que alguna vez fue la Beat Generation. Como notó Juan José Saer, el grito perplejo de los beatniks,

“‘¿Quién se robó el sueño americano?’, nosotros, los del sur del continente, no necesitamos proferirlo, porque nuestro propio sueño, en todos los sentidos de la palabra, sabemos muy bien quién nos lo robó”.

¿Qué le robaron a los Pichis?

La narrativa de Fogwill carece de desarraigo u odiosidad. Es una protesta que, acallada por las vicisitudes de la historia y sus ironías, por los grupos que sostienen el poder y aquellos que lo padecen, se expresa bajo la mirada atónita de los perdedores. Es así como, a través de la anécdota de este pelotón de desertores, Fogwill recrea su propia historia infausta, ese robo del que aún son presos los argentinos.

Estar en una guerra es para los Pichiciegos una jodida broma del destino. Es para Fogwill escribir en medio de la jodida dictadura de Videla. Es para nosotros leer en medio del jodido espectáculo mediático de la literatura. Ninguno alcanza a dimensionar las proporciones del fenómeno. Se encuentran, en cierto sentido, ante la ironía esa Isla a la que nunca fueron invitados, y de la cual nunca podrán escapar.

El primer Fogwill representa, todo hay que decirlo, al desertor moderno. Al igual que ese pelotón perdido en una guerra que apenas llegan a entender, pero de la cual afloran sus más prístinos instintos, es conveniente ser por momentos un pichiciego. Aunque el ejercicio lleve a la recreación de lo ominoso, a las ironías de la historia y sus antihéroes, conviene al lector de hoy hacer una apuesta más. Tomarse el tiempo para ser un desertor de las bien habidas cosas de la actualidad.

Sobre Premios

Sólo criticando un mito se pone de relieve la fascinación a la que se resiste

Claudio Magris, Utopía y Desencanto

Los premios literarios interesan a dos clases de personas: literatos, que viven de los premios, y críticos, que viven de lo que dicen y no dicen los literatos cuando hay un premio de por medio. Esto, por supuesto, no es materia de novedad, y las razones que se esgrimen al respecto son variadas e incluso contradictorias: que el oficio de literato es subvalorado en una cultura consumista como la nuestra; que el trabajo de los escritores es improductivo frente a una economía abiertamente orientada al lucro y regulada por el mercado; que la gente ya no lee y, en consecuencia, no compra libros; que la gente ya no lee libros porque estos son muy costosos, debido a que aún no se deroga el impuesto al valor agregado en estas mercancías; que la culpa la tiene el sistema educacional, pues no inculca en los alumnos hábitos de lectura eficaces y una comprensión lectora adecuada; que las teleseries son las novelas de los lectores del siglo veintiuno y poca atención habría que prestarle a los libros de ficción; que no se lee simplemente porque a nadie la importa un bledo lo que desconocidos tengan que decirnos; que, en definitiva, ya no hay tiempo para leer ni dinero para comprar libros.

Es cosa sabida que hoy por hoy el literato no puede darse el “privilegio” de llevar la vida del diletante ocioso del siglo dieciocho. El dandy del francés Baudelaire era justamente un invento para franceses de la emergente clase media. Lo que no es del todo cierto, pues dandis los hubo también en Inglaterra e incluso podríamos decir que la moderna forma del “siútico” le debe mucho su estampa beau y gallant. Con todo, los escritores franceses contemporáneos desembolsan millones (piénsese nada más en Houellebecq) y a pocos se les pasaría por la cabeza andar en miserias a cambio de una aura de escritor maldito. Despejemos, pues, esta “aura” y entremos en materia de lo que aquí importa: dinero.

Sea cual fuere el argumento privilegiado, lo cierto es que los literatos, como cualquier otro ciudadano de la República, exigen, y con justo motivo, una tajada del pastel de la riqueza social. Y esta tajada, que en su tiempo llegó a privatizarse con el mecenazgo, es la que se extrae ahora desde las arcas fiscales.

¿Y qué dice el Estado al respecto?

Bueno, que ahí tienen su porción: el Premio Nacional de Literatura.

Instituido durante el Gobierno del radical Juan Antonio Ríos, el Premio Nacional de Literatura beneficia, cada dos años, a un autor chileno cuya obra se estima de gran calidad para la lengua escrita, sea esta en prosa o verso. En un país en el que todo acto público es objeto de negociación política, no es de extrañar que la entrega de los premios literarios vaya precedida de candentes debates en los medios locales, todo mediado por acuerdos secretos de dudosa honra. Sobre las rencillas, dimes y diretes de la historia del Premio Nacional de Literatura no haremos sin embargo mención. El tema ha sido trabajado con singular gracia y documentación por ese excelente narrador que es Andrés Gómez Bravo, en su El club de la pelea. Tampoco es, por cierto, algo que llame en exceso la atención: si en algunas culturas opera el “regateo” como medio de estandarización momentánea de un intercambio comercial, en Chile arreglamos las cosas cortándolas por detrás, como quien dice, “muñequeando”. Y es en este muñequeo donde se desenvuelve actualmente la discusión sobre el Nacional de Literatura.

Al igual que en ocasiones anteriores, aunque con más ahínco, hoy por hoy resuena el nombre de Isabel Allende. El “caso” Allende llama la atención por dos hechos. El primero, que la escritora reside en California. El segundo, que la escritora es millonaria. De ello se desprende que, a menos que Allende sea una adicta al dinero, su búsqueda del premio radica en intereses inmateriales mayores. Nombrémosle a eso, con Weber, “prestigio”.

“Prestigio” es un bien escaso y todos lo añoran. Isabel Allende busca prestigio con el Premio Nacional de Literatura y no descansará hasta alcanzarlo. Estas parecen ser las premisas que rondan hace unos años en la fauna literaria local. Y en esta selva letrada los argumentos que se esgrimen para coronar a la nueva “reina” son, en lo esencial, tres: que la vasta obra de Allende es prueba suficiente de una trayectoria que, por su sola magnitud, es digna de un reconocimiento especial; que es mujer y en tal condición meres el premio; que es sin duda la escritora más leída y de mejor rentabilidad editorial en el país y fuera de él.

Vamos por paso.

Es sin duda una virtud la prolífica producción de Allende, que ya se la quisieran escritores como Carlos Franz que demoran al menos un lustro en parir cada nueva obra. Pero tampoco es menos cierto que cantidad no asegura calidad. Es por todos sabido que a Rulfo le bastaron dos pequeños volúmenes para cambiar el curso de la literatura del siglo XX, y que un solo libro bien escrito es a veces suficiente para coronarse con olivos en el podio de la Historia. El ritmo de producción de Allende es, a este paso, poco más que una feliz noticia para sus editores y agentes literarios.

El destacado desempeño de las mujeres en los ámbitos de la vida pública es una tendencia ya consolidada. En la literatura chilena los ejemplos son sin embargo escasos, aunque no por ello menos valiosos. Ahora bien, hacer de este el argumento para conceder el Nacional no es otra cosa que una manipulación política del premio. Una manipulación, por lo demás, tosca y a vista y paciencia de todos. La condición de una persona, su género, clase social, virtudes y defectos, no pueden ser la vara con qué medir la obra literaria. Las historias, como en el Pierre Menard de Borges, se escapan a sus creadores y siguen rumbos propios. Nadie podrá negar que pese a sus deleznables actos en la Segunda Guerra, Céline escribiera algunas de las páginas más brillantes de la novela francesa del siglo que pasó.

El último argumento es más complejo de abordar, pues obedece a tendencias mayores. Hace sólo unos años un caso análogo, guardando las proporciones, surgió cuando J.K. Rowling fue postulada al nobel por la saga del joven mago. Ante el peso de más de cuatrocientos millones de copias vendidas alrededor del globo, no era fácil resistir la tentación de coronar a la inglesa. Lo mismo puede estar ocurriendo, en un contexto local, con Allende. ¿Cuál es entonces la lógica del premio?

Negar la enorme contribución que hacen los escritores súper ventas a masificar los libros, acercando la literatura a cientos de miles de lectores que de otro modo habrían permanecido indiferentes a la narrativa, es un efecto que no puede subestimarse. Y sin embargo esto no es objeto de la creación literaria. A autores como Rowling debieran darle –en caso que existiese– el nobel de educación, por haber contribuido a la difusión del patrimonio escrito. A Allende debieran postularla al Nacional de Educación, en caso que lograra estimarse cuánto ha aportado su obra a la popularización del libro y la extensión de la lectura entre jóvenes y adultos (aunque en este caso le saldrían al paso nombres como Rivera Letelier). Pero el público de masas no es siempre el lector de literatura; en caso contrario el nobel, el Príncipe de Asturias, el Cervantes, el Pulitzer, estarían repletos de autores de libros de autoayuda.

El Premio Nacional no puede considerarse un premio de masas. Su criterio debe ser la calidad intrínseca de una obra literaria que parece llevar lo más lejos esa enfermedad enaltecedora que es la literatura. Tampoco es un premio de las élites; pues estas están demasiado ocupadas con los talleres de liderazgo contextual corporativo de Casa Piedra para perder el tiempo con libros de ficción. Es un premio a la creación literaria y con ello a sus lectores. Lo que hace el Nacional es resarcir a aquellos autores que fundan escuela, que dividen aguas en el terreno de la lengua y edifican con eso –aunque de manera siempre precaria– nuevas maneras de explotar el siempre esquivo camino del lenguaje. Es un premio –tal vez el único– reservado a quienes se han atrevido a romper los cánones de lo común y silvestre, desafiando a sus lectores a ir más allá en el terreno de la creación y destrucción de mundos a través de la palabra.

En Chile esta clase de escritores puede estar hoy en día en extinción. Tal vez sea porque jamás hubo a este lado de la cordillera un Borges que hiciera de la literatura un mito universal. En cambio hubo aquí un Donoso que hizo de la escritura un secreto, cubriendo bajo su sombra a toda una generación de narradores. Y sin embargo Chile ha tenido su Cortázar moderno, una pluma que sin vacilar barrió con los restos del realismo mágico para devolver a la literatura a las viseras mismas del lector. En el que probablemente sea el escritor menos chileno de todos, tuvo Chile esa obra que marcó escuela, que abrió espacios donde una generación de brillantes narradores se las arregla hoy para conseguir la atención del esquivo público local. Gómez Bravo, Jara, Contreras, Costamagna, Zambra, Bisama, Collyer, por nombrar sólo algunos, muestran que aún es posible hacer buena narrativa en el extremo Sur del mundo.

Pero por sobre todo, muestran que los premios literarios pueden incluso llegar a interesar a una tercera clase de personas: los lectores.

Revista de Libros

De un tiempo a esta parte la columna de Ignacio Echeverría es la única que sigo con cierta frecuencia en Revista de Libros. Hubo tiempos en que el suplemento semanal de El Mercurio era para mí algo tan sagrado como es hoy acudir a la sinfónica. Recuerdo que todos los viernes procuraba escapar de alguna clase para colarme en biblioteca y coger el ejemplar del día. Amanda, la bibliotecaria, permitía capear inglés para pasar alrededor de una hora leyendo los artículos y columnas, facilitándome luego un justificativo con alguna mentada “labor extracurricular” de último minuto. A cambio debía redactar discursos pechoños para las conmemoraciones nacionales. A ella debo –felizmente– mis actuales dolores de cabeza cada vez que debo traducir un texto al inglés.

En la biblioteca del colegio existía una colección importante de periódicos, todos ellos archivados en orden temporal, por lo que podía revisar unos cuatro o cinco suplementos semanales sin problemas. Así, mientras me iba formando una idea de las últimas tendencias del mercado editorial, descubría a la par aquellos libros y autores que un día fueron centros de atención. De los pocos amigos que acompañaban estas lecturas las preferencias iban, indistintamente, por la Zona de Contacto de Wikén. Aunque le echaba vistazos con cierta curiosidad, debo reconocer que nunca encontré allí motivo de real interés. A diferencia de mis compañeros de clase, yo conocía Santiago y jamás pude encontrar en los artículos de los jóvenes autores referencias que hicieran sentido. En Zona de Contacto se dejaba ver una ciudad cosmopolita y contingente, con escenas de música alternativa y cine joven emergente, así como manifestaciones culturales underground de toda estirpe. Para mí, en cambio, Santiago parecía estar signado por los estrechos pasajes de poblaciones periféricas, por senderos de plazas y viejos que esperaban su día lanzando migajas de marraqueta a las palomas. Mi Santiago tenía esquinas con jóvenes desocupados, pichangas en medio de la calle y micros amarillas atestadas. Nada de eso veía en las plumas que se estaban formando en la hoy desaparecida publicación.

En Revista de Libros no se hablaba de Santiago sino de otras ciudades y otros mundos. Recuerdo con vivacidad la columna del Dr. Van Der Weintraube. Tenía por título “el lector compulsivo”, y se paseaba en dos o tres párrafos por un conjunto heterogéneo de lecturas que él recomendaba. El ahínco y devoción por los libros que manifestaba el autor chocaban con su falta de grandilocuencia. A diferencia de críticos convencionales, a menudo autorreferentes, empecinados en mostrar lo bien que escriben en lugar de entusiasmar al lector con el texto reseñado, Van Der Weintraube elaboraba una invitación abierta a la selva literaria. La pericia bibliografía estaba de más y no hacía falta recurrir al diccionario para comprender sus adjetivaciones. Para un adolescente como yo, sin claridades ni definiciones, esta breve columna constituía un confortable mosaico de referencias donde pasar el tiempo.

En los últimos años he ido olvidando paulatinamente Revista de Libros. También olvidé escribir. Y sin embargo jamás dudé en afirmar que leía Revista de Libros y además escribía, ambas cosas con disciplina y observancia. Esto coincide, desde luego, con mi llegada a Santiago y a la Universidad. Justo cuando parecía que las fronteras del mundo se ampliaban a destajo, mi breve incursión por la literatura comenzaba su retirada. Seguí leyendo, por supuesto, pero entonces algo había cambiado.

En la columna de este viernes Ignacio Echeverría habla de nuestros “mitos caducados”, para aludir a las construcciones que conforme pasa el tiempo nos hacemos de nosotros mismos y nuestro alrededor.[1] Creo encontrar en sus páginas una explicación al destino de la otrora uera mi revista favorita.

Hoy por hoy reviso con cierta regularidad Ñ, el suplemento cultural del Clarín. Pese a su excelente factura y elaboración, mi interés por Ñ es más bien cognitivo. Acudo a la revista con curiosidad académica, leo con rigurosidad teórica lo que antes fue una exploración a tiendas, casi emotiva. Todo pareciera indicar que nuestros libros y objetos han envejecido con el tiempo, y que nosotros debemos juzgar ese trayecto. Ya no está aquí la biblioteca del colegio, y el inglés gana cada vez más espacio a las recomendaciones literarias. Tal vez el de Revista de Libros no fuese sino uno de los posibles destinos de nuestras breves pero inolvidables incursiones en la república de las letras.

4 de febrero de 2010

Una Tarde de Febrero en Santiago

–No lo sé, Juan Preciado. Hacía tantos años que no alzaba la cara, que me olvidé del cielo. Y aunque lo hubiera hecho, ¿qué habría ganado? El cielo está tan alto, y mis ojos tan sin mirada, que vivía contenta con saber dónde quedaba la tierra.

Juan Rulfo, Pedro Páramo

Resulta difícil imaginar lo que puede acontecer en Santiago una tarde cualquiera de febrero. Tan pronto como nos colocamos bajo el supuesto de que otro día transcurrirá en la capital aparece un sentimiento de incorrección, como si se tratara de una contradicción lógica o, sencillamente, como si alguien estuviera jugando una broma de mal gusto. No dejan sin embargo de sorprendernos, aquí y allá, los designios caprichosos del tiempo y sus estaciones; tal cual es esta estación estival, que hunde sus entrañas en el centro mismo del Globo para asolar los rincones de la ciudad.

Así al menos lo notaron los niños que merodeaban los suburbios de Estrella Blanca. Allí se ha armado trifulca a raíz de un problema algebraico de orden mayor: el número de convocados no es suficiente para comenzar el partido de fútbol. Algo no calza en el raciocinio de los mocosos: la acostumbrada pichanga de media tarde, que cubre al menos dos terceras partes de la cuadra, parecía verse truncada por la ausencia de jugadores. Y aunque debieron recurrir a reservas en los pasajes contiguos, ni con todas las “galletas” de la población pudieron completar el equipo. Sobre los rasgos infantiles de Gonzalo, que ahora permanece sentado en la solera, se dibuja un dejo de frustración. Es el mejor jugador del equipo, lleva una camiseta con estampado del Mati Fernández y a su corta edad no logra comprender cómo es que justo hoy, en mitad de vacaciones, faltan jugadores. ¡Si hace tan solo una semana podía darse el lujo de escoger entre muchos niños que, por abundancia, debían permanecer expectantes a algún lesionado para poder incorporarse al partido! Pero en estos instantes una sensación desconocida nubla su vitalidad. Tal vez sea que los niños hayan marchado a las playas del litoral, en esa micro que el Flaco Mario dispuso para embarcar al gentío rumbo a Cartagena; paseo del que Gonza se vio excluido luego que su madre, en tono amenazante, advirtiera que se trataba de una actividad financiada con dineros sucios.

* * *

La vieja Celia sigue fiel a sus labores. Me la encuentro una tarde de febrero barriendo hojas caídas de un árbol roñoso, mientras asegura que ha comulgado por mí esa misma mañana. “Es para que no le vaya a faltar salud y buena fortuna, mijito”. Sus misas no conocen de vacaciones ni feriados; así como sus brazos no conocen la fatiga, ni su inquebrantable ánimo los desaires de la vida. Pero lo cierto es que el calor estival altera incluso los humores de estos viejos, reviviendo en ellos la picardía de los años mozos. Y ni el feriado dominical sirve para callar un piropo al paso. “Figúrese que su abuelo don José me dijo que estaba madurita, como para pelarla con los dedos. ¡Acaso no andará muy cargado a la ternura!”

Los videojuegos de don Monchito tampoco cierran durante febrero, así como nunca acaba de renovar las consolas que desde hace años sirven a nuestras tardes de ocio. Aquí parecen haber otros progresos, un tiempo obstinado que porfía en mantener el estado de las cosas. Se trata, en todo caso, de un tiempo pillo, que cobra su factura sin anticipación. Como el bar del tío Osvaldo, donde podía acudirse por una cerveza o una caña de vino para capear el sol que a esa hora de la tarde se empinaba sobre el cielo. Hoy don Osvaldo está postrado, medio ciego, medio sordo. A una diabetes mal cuidada le siguió la amputación de sus extremidades. Cuando pasamos frente a la botillería ya no nos pone sobre su regazo, ni logra brindarnos aquella salsa de nalgadas que nos sacaba ora alaridos ora carcajadas.

Justo frente a la botillería me cuentan que el viejo de Mártires de Chicago ha pasado, como quien dice, a mejor vida. A él lo recodamos por “la mano loca”, ya que las visitas a su patio iban acompañadas de un ataque fulminante de su brazo izquierdo, al que seguía la defensa de la mano diestra, que se esforzaba por defender a sus comensales de la extremidad descontrolada.

Esos viejos olvidados merecen hoy un justo homenaje. Sus propiedades, derruidas y abandonadas, servirán a matrimonios jóvenes que poco sabrán de las andanzas de sus propietarios originales. Como don José, que ha adquirido el sempiterno hábito de reposar las tardes sobre un banco de madera, mirando en dirección a la calle mientras el sol avanza hacia el ocaso, las vidas de estos personajes anónimos pasan dejando una sombra fugaz, que se desvanece conforme cae la noche. Es bueno hacer una alto junto a la banca de don José. De seguro él ofrecerá un vaso de coca-cola que diligentemente servirá la señora Miriam, y entre balbuceos tal vez narre alguna de sus inverosímiles historias; relatos de pueblos que no corresponden a esta época ni a este lugar, repletos de fantasmas que nos recuerdan al Comala de Juan Rulfo. Y es que la contemplación del tiempo en la tranquilidad del atardecer brinda un momento de templanza, como una invitación hacia aquel poblado ignoto donde don José cazaba liones y se batía a duelos pistola en mano por el amor no correspondido de una señorita. Recuerdo haber oído, entre las ligustrinas que colindan con la peluquería Colo-Colo, la historia de un mozo que, hastiado por los desaires de una mujer, había enviado a su fiel perro con un mensaje que el canino no tardó el proferir: “quiero pedir su mano, si me lo permite, señorita”.

* * *

“El hermano del Rigo cayó preso”, cuenta ofuscada Pilar. En su voz no hay requiebro ni rastro de tristeza. Se trata de un sentimiento que ahonda en lo íntimo y que ahora llena de brillo sus ojos azules, gastados por tantas penurias. No acabo de darme por informado cuando caigo en razón. “¿Otra vez?”. Rigo, que ha dejado las andanzas de antaño, padece hoy de una insuficiencia renal aguda producto de sus años de escaramuzas y malos hábitos. El tío Marcelo, que había pasado al menos dos temporadas en Colina I, obtuvo la libertad bajo fianza hace no muchos días. A las celebraciones familiares se añadió una oportunidad adicional: Marcelo donaría uno de sus riñones a su hermano mayor, librándolo así de los padecimientos que últimamente le aquejaban. “Pero se fue al carajo cuando cogió la nueve milímetros, ¿ves? –comenta, dando una honda calada al cigarrillo–. Llevaba varios días de farra, sin dormir y manteniéndose a puro jale. Y estando entre estos ires y venires terminó tu tío en pleito, con las rucias feas de la esquina, enfrente de la multicancha de Primero de Mayo. Ni tonto ni quedado, sacó la nueve milímetros y le dio con lanzar tiros al aire. Así: ¡pla-pla-pla! ¡Con lo choro que se nos pone! No tardaron en llegar los ratis. Lo cogieron y le quieren cargar el porte ilegal de armas. Son cuatro años y un día, por lo bajo, tratándose de un reincidente… Se jodió la operación de tu tío Rigo. Se jodió todo”.

* * *

–¡Salud! –brinda Rigo mientras unta el trozo de marraqueta en la sopa–, ¡Salud por el triunfo! Pero no por el del partido de la tarde, que ya no me interesa el fútbol ahora, sino por el triunfo en la vida. Somos dos ganadores, ¿no crees? Yo le gané a la droga, tú le ganaste a los estudios.

–Que yo no le he ganado a nadie, tío.

–¿Cómo que no?

–¡Qué le va ganar a alguien éste, si nos salió Monja! –se incorpora el Calugón, con la camiseta puesta.

–Cruzado, y te queda la boca donde mismo.

–Segundones, querrás decir –ataca desde un flanco la Pauli.

–¡Quédense ustedes con su Copa Gato!

–Pareciera que este juega para otro equipo – añade el Calugón.

–¡Déjenla ya! Estaba yo hablando con su primo y nada tienen que ver ustedes en esto.

–Vamos saliendo al estadio. ¿Te nos unes?

–¿A ver Zorras? Disculpa, no traje mascarilla.

–¿Mascarilla? –inquiere la Pauli, que es menor y no entiende de jergas.

–Mascarilla pues, si el hedor del Monumental es insoportable.

–Olor a campeón –corrige el tío Rigo.

–El mismísimo olor, tío ¿No ve que usted y yo somos ganadores?

* * *

Nos conocimos gracias al reggaetón. Barría puntualmente los pasillos del piso diecinueve, a eso de las ocho de la mañana. A esas horas yo salía en dirección a la universidad, y me llamaba la atención que a su corta edad estuviera dedicado a esa clase de labores. Pasaba todos los días junto a él y ni siquiera lograba concitar su atención. Tan ensimismado estaba en los quehaceres que permanecía indiferente a los habitantes del edificio. Por un momento pensé que se trataba de una suerte de resentimiento, pues parecía más joven que yo y se veía condenado a cargar cubetas y estropajos. Sin embargo la idea no me convenció, y un día decidí deslizar un saludo con más ahínco. Salí raudo del departamento y, mientras él se las veía con una mancha de grasa en los azulejos, lancé: “hola, ¿qué tal?”. Por respuesta sólo recibí el chasquido del estropajo contra el piso.

Me había dado por vencido cuando una mañana, en que salía particularmente atrasado, escuché la canción. Se trataba de Ella y yo, interpretada por ese dúo excepcional de Aventura y Don Omar. Sólo entonces, al constatar que la música brotada de su celular, pude dar con la clave. ¡El tipo no saludaba porque la música en sus auriculares simplemente lo mantenía ocupado! Pero ahora el sonido provenía de un celular en “alta voz”, y no pude sino seguir la letra de Don Omar y Aventura conforme me aproximaba a él. Así, casi sin darnos cuenta, ambos terminamos coreando la letra a lo largo del pasillo, saludándonos afectuosamente, como quien encuentra a un viejo amigo.

La mañana siguiente dimos con nosotros en el ascensor. De fondo: Quédate de “C4”.

–Y llegamos a febrero…

–Llegamos.

–¿No piensas tomar vacaciones?

–No tengo, amigo, llevo en este trabajo sólo dos meses y…

–Y tienes que aguantarte seis meses de laburo para conseguir una semana libre. Entiendo.

–Eso mismo.

–Vaya.

–Así es.

–¿Y no te aburres en Santiago?

–¿Aburrirme? No, prefiero trabajar.

–¿Cómo así?

–Así no más. Verás, si uno se queda en la casa, uno se aburre. No tienes nada que hacer y luego te entran las ganas de…

–De portarte mal…

–De portarte mal y quedarte ahí, pegado en la esquina sin nada más que hacer. Pero de eso ya casi nada, porque ahora tengo señora.

–¿Señora?

–Mi mujer y mi cabro chico, por lo que prefiero trabajar. Me gusta este trabajo, ¿sabes? Uno limpia, va por lo pisos, escucha su música, nadie te molesta.

–Ya veo, ya veo.

–Es independiente, más libre…

Entonces llegamos al piso número uno.

* * *

El horizonte parece explotar en tonos rojizos como si del mismo infierno se tratara. Es el crepúsculo que ahora azora los olmos del parque André Jarlán, que arrebola sus hojas y nos hace saber que todo lo que hemos pasado no es más que un preámbulo al anochecer. A estas horas, los niños que no consiguieron partir al litoral se reagrupan para hablar de fútbol o de películas de terror. La vieja Celia se prepara para dormir, mientras don José da sorbidos a la última taza de té del día. Rigo comienza la carrera en los radiotaxis “El Idilio”; hoy toca turno de nochero. El Calugón se afeita afanosamente, delineando la barbilla en un estilo que quiere imitar al que fuera su compañero de equipo de la población, y que hoy es una superestrella del Bayer Leverkusen. El tío Osvaldo habrá olvidado definitivamente las nalgadas a los petizos, y hoy tal vez rememore tiempos mejores con la mirada perdida en medio del salón. La resignación por la pichanga fallida se habrá borrado del rostro de Gonzalo, que ahora ha encontrado una cría de gato desahuciada. Sin pensarlo dos veces, salta la reja de una casa vecina para robar algo de alimento, y echa a andar por 30 de Octubre en dirección Poniente.

Resulta curioso imaginar lo que puede acontecer una tarde de febrero en Santiago.

Los Pescadores de Perlas

He estado repasando “Los Pescadores de Perlas”, una de mis óperas favoritas. Compuesta por Bizet en 1863 bajo el nombre de Les Pêcheurs de Perles, narra un triángulo amoroso ocurrido en la exótica Ceylán. Allí, los pescadores aguardan a una sacerdotisa que, con sus oraciones a Brahma, se espera logre calmar el ímpetu de la tormenta y permita a los barcos zarpar.

Mientras tanto, en la comarca han nombrado a Zurga rey de los pescadores, acompañando su coronación con danzas y cánticos. En eso estaban cuando arriba Nadir. El reencuentro de los viejos amigos, separados por la desdicha de una virgen por ambos pretendida, da ocasión a uno de los duetos más hermosos que he oído: “Au fond du Temple Saint. Allí ambos cantan por la amistad y lloran la mujer que una vez se interpuso en su relación. Terminan el coro con un juramento a la fidelidad.

A la sacerdotisa recién llegada se le informa que deberá permanecer en los abismos rocosos de Ceylán, aparatada de la Comarca. No deberá tener contacto con ningún hombre, ni podrá quitar el velo que su rostro cubre. A cambio, se le ha prometido la perla más hermosa de la campaña.

Nadir, que se había dedicado a la caza y la aventura, descubre a la sacerdotisa cantando y reconoce en ella la voz de Leila, su antiguo amor. Esta impresión da vida a la hermosa aria “Je crois entendre encoré”. Continuando su rombo por las costas rocosas, guiado por el canto de la sacerdotisa, Nadir se encuentra con Leila y renuevan la olvidada pasión. Mas la consumación del amor no tiene lugar, pues en esto son sorprendidos por Nourabad, sacerdote de la Comarca.

Como dispone la ley, ambos son condenados a muerte. Zurga, fiel a su amistad, implora la piedad de los dos hasta que Nourabad quita el velo de la sacerdotisa. Descubre entonces a Leila, y ante tal vejación maldice su suerte y el destino de Nadir.

Pese a todo, Zurga duda en la sentencia. En estas cavilaciones se halla cuando arriba Leila, implorando piedad por Nadir. Sus ruegos no hacen más que endurecer el corazón del rey. Perdida toda esperanza, la sacerdotisa le obsequia una cadena de oro que años atrás le diera un fugitivo por ayudarle a escapar. Zurga, absorto, reconoce en el objeto el regalo que él hizo a la mujer que le salvó la vida

Todo había quedado dispuesto para el día de la ejecución. Pero con el pueblo presente y los condenados al centro, se oye un grito de alerta: ha comenzado un incendio en la comarca. Sólo quedan los protagonistas en escena. Zurga confiesa que ha prendido fuego a las casas del villorrio para salvar sus vidas. Les implora que huyan, a lo que los enamorados responden invitándolo en su fuga. Zurga rechaza la oferta, y decide esperar allí hasta su castigo final.