24 de noviembre de 2009

Carta a C.

Ya no recuerdo hace cuánto fue. Han pasado lustros, tal vez décadas. Un niño disfrazado de Hombre de Hojalata posa para la cámara, inmortalizando una versión improvisada de aquel extraño personaje de El maravilloso Mago de Oz, que sufría por haber permanecido años en la misma posición corporal. Aquél a quien Dorothy Gale auxilió, aceitando las articulaciones atrofiadas y permitiendo que el armatoste metálico recuperara su movilidad.

Hay una fotografía añosa y descolorida como prueba. En ella se observa un niño regordete, de mejillas arreboladas y ojos redondos mirando directamente hacia el fotógrafo, con el pecho inflado y los brazos extendidos. Parece inmensamente feliz con su disfraz de aluminio y cartón pintado. Han maquillado su rostro y puesto sobre la cabeza un embudo al revés. En lugar del sendero amarillo, de fondo se delinean las veredas empedradas de Estrella Blanca. Por aquellos años La Victoria no gozaba aún de aceras pavimentadas, y el niño debe pagar con creces sus primeras caídas sobre el suelo arcilloso.

Visto a la distancia todo parece una inmensa ficción. Tal como las invenciones del Mago de Oz, el niño encuentra su propia Ciudad Esmeralda entre Mártires de Chicago y Ramona Parra. No hay sendero alguno pero sí callejuelas repletas de historia, escenarios de hazañas memorables, habitadas por personajes míticos. Fuera de los límites de la casa de la abuela los baldíos alojan a brujas y seres ignotos. El peligro acechaba en cada esquina y era preciso ser precavido en cualquier expedición.

A diferencia de Dorothy, el niño nunca tuvo por proyecto salir en busca de un Mago. No soñaba con riquezas ni aspiraba a deseos mágicos; aunque sí creyó durante años que su mejor amigo, el Pechi, guardaba sus juguetes en un inmenso cuarto repleto de joyas preciosas. Pechi insistía en que debía esconder los juguetes en ese refugio, con el fin de que su hermana menor no los hallara. Cada vez que lo mencionaba la intriga se acrecentaba, echando a volar la imaginación del niño. Todo se esfumó el día en que Pechi hizo pasar a su amigo hasta el living de la casa. Allí, ante los ojos del invitado, se encaramó en una repisa y cogió un juguete del cajoncillo de un mueble corroído y vetusto. Fue la primera vez que el niño comprendía que Pechi, su mejor amigo, era muy humilde.

Jamás se le pasó por la cabeza que sus aspiraciones podían cumplirse, como las de Dorothy, mediante un simple deseo. Fue así que decidió poner manos a la obra. Su objetivo fue, durante al menos dos años, la construcción de un barco. En el patio interior de la casa de los abuelos todas las mañanas aserruchaba la madera, clavaba pequeñas puntas, incluso lijaba la superficie de los trozos de trupán. Para ello se había armado de un set de herramientas a su medida y de una banquita donde obrar. Imitando a su abuelo, que por aquellos días se ganaba la vida de lustrabotas, guardaba pulcramente los utensilios en una cajita rectangular.

Nunca supo con certeza cuál era el fin último de tan desproporcionada empresa. No perdía el tiempo imaginando parajes vírgenes, ni se figuraba como un argonauta en busca del vellocino de oro. No se le habría ocurrido, como relata Eurípides, tripular la nave Argo “sobre las sombrías Simplégades hacia la tierra de Cólquide”. Él sólo se concentraba en la simple labor de construir su propio navío.

Ya no recuerdo cuándo acabó. Me quedan, sin embargo, ciertas imágenes que marcaron esa corta pero significativa infancia en Santiago. A cada historia van asociados personajes difusos y pequeños objetos que gatillan un sinnúmero de emociones. Como aquella alcancía amarilla donde juntaba diariamente los vueltos que obtenía de los mandados; y el día en que, al escuchar los gritos del heladero, salí raudo a la calle con el chanchito amarillo para conseguir un barquillo. Pero, al voltear su contenido, observé absorto que no llegaba a los ochenta pesos. Volví casa profundamente avergonzado. Ese mismo día, al llegar mi mamá del trabajo, exigí las explicaciones del caso, pues era imposible que mis ahorros hubieran sido tan exiguos. Ella confesó entonces que había dejado mis monedas escondidas, porque había empezado a utilizar mi chanchito para guardar sus propios ahorros.

Ignoro dónde habrán quedado esas pequeñas herramientas y qué habrá sido de las maderas que, día a día, eran labradas para dar forma a un barco imposible. Al Pechi me lo he topado más de una vez en las esquinas de la Victoria. Me saluda con una especie de afecto lejano; como si aquella amistad infantil aún mantuviera sus retazos. Pese a ello, las distancias calan hondo: sus amigos me deben observar como un cuico cualquiera, y mis amigos verían al Pechi como un flaite, incluso pastabasero.

Te escribo, porque aún no he logrado hallar un barco en el cual pueda trabajar día a día, sabiendo incluso que se trata de un proyecto desfachatado e imposible. Extraño un poco la humildad con la que alguna vez nos paramos ante la vida. Pienso en el niño vestido de Hojalata y recuerdo que, en el Mago de Oz, el personaje resultaba ser finalmente un leñador, cuyo único deseo era un corazón de verdad para recuperar su sensibilidad.

Hoy también quisiera pedir un deseo como ese.

26 de septiembre de 2009

Sonrisas Perdidas

Todo yace en silencio. Oscurece y afuera se ven hileras de automóviles avanzando por Santa Isabel con dirección Oriente. Verlos allí, tan alineados y coordinados en sus movimientos, te causa algo de gracia. Como luciérnagas en medio de la noche –piensas–, o, aún mejor, ¡como polillas emborrachadas por el resplandor de la ciudad!

La escena es cómica y pese a ello te transmite algo de sosiego y de tranquilidad. Observar todo eso desde las alturas tiene su secreto privilegio: un efecto prodigioso que hoy puedes descubrir. De vez en cuando oyes Bizet, pero el sonido es tan leve que perfectamente podría tratarse del rumor de la llovizna y sus goterones azotándose sobre los ventanales. Como una sinfonía de precipitaciones, se te ocurre.

Dejas pasar los minutos allí, calando un cigarrillo sobre ese balcón que es orquesta de aguaceros, mirador del tráfico nocturno de la ciudad.

Cuando volviste al departamento y te topaste con los libros sobre el escritorio no pudiste sino recordar el trabajo que quedaba por hacer. Ibas a preparar un poco de café y a última hora te arrepentiste. Miraste en rededor en busca de algo que desconocías. Mientras observas con desgano la casilla de correos electrónicos una entrada llama tu atención. Es un correo de tu tía, esa que hace tiempo no ves y cuyo paradero desconoces. Cuán feliz sería mi madre si supiera, dices para tus adentros, y juras guardar el secreto.

El correo lleva adjunto un texto. Lo descargas y percibes que es de mediana extensión. Antes de leerlo deberías relajarte, ponerte cómodo. Estás un poco tenso y tal vez sería prudente encender un segundo cigarrillo. Lo ignoras.

Apenas has logrado sentarte cuando empiezas a pasar la vista sobre el texto. La misiva comienza con parabienes y saludos casi protocolares, continúa con un excurso sobre las condiciones laborales actuales, las cuales –asegura el escrito– serían las causantes de los achaques de tu padre, de sus problemas de salud y de las sucesivas intervenciones quirúrgicas; pero no le crees y pasas raudo al segundo párrafo, lugar en el que ella se detiene y obliga tu detención en detalles ignotos: una casa de campo lejana, allá por San Vicente de Tagua-Tagua, veranos que el tiempo vio pasar y que tú apenas recuerdas; la fragilidad de la memoria, se te ocurre, pero no es el momento para entrar en detalles porque ella ha comenzado una descripción divina de la familia de aquel entonces, las sonrisas de tus abuelos, la inocencia de los otrora niños, un ensueño nostálgico donde todo parece ser más próximo, tan próximo que hasta puedes verla a ella riendo de tus adivinanzas e incluso verte a ti mismo inventando adivinanzas tal como ella decía que lo hacías, sacando carcajadas de la audiencia y, finalmente, esas sonrisas que el tiempo pareció labrar hasta gastarlas, colmándolas de cenizas; porque en ese texto tu padre y tu madre aún sonríen juntos y comparten una residencia humilde con la abuela, que para aquellos años es ama y señora, matriarca, como se la ha llamado en la carta, pues no están ahí las botellas de coñac escondidas al fondo de la alcuza, ni le han diagnosticado hipertensión arterial a tu abuelo tras descubrirla, a hurtadillas, hurgando en los ahorros familiares para invertirlos en nuevos desenfrenos, y ni siquiera tu madre logra intuir todo eso todavía; ella, que fue siempre la más perspicaz y que tuvo la gallardía, o la insensatez como creíste luego, de poner fin al entuerto; porque no fue sino un entuerto la seguidilla de acontecimientos que, viéndolos desde esa lejana casa de campo en San Vicente de Tagua-Tagua, parecen tan ficticios, tan irreales como para reírse de los vuelcos del destino y sus jugarretas; y con todo eso tu tía ha logrado remover las cenizas bajos las cuales cubriste, ya no recuerdas cuándo ni porqué, esas sonrisas perdidas.

Acto seguido coges lápiz y comienzas a redactar un nuevo texto. Ni siquiera reparas en que la comunicación es vía correo electrónico y que plasmarlo en papel no es más que una pérdida de tiempo.

Para cuando terminas el escrito ya no sabes cuál ha sido la carta que has gozado más, la de ella o la tuya. Ni siquiera logras identificar con precisión las escenas correspondientes a cada cual. En una, recuerdas, estás tú contando adivinanzas en un pueblo perdido allá por San Vicente de Tagua-Tagua; en la otra, estás tú contando la hilera de automóviles que al anochecer cruzan Santiago por Santa Isabel con dirección Oriente.

Afuera, la lluvia comienza a cesar.

Al Unísono

A Cristian Lagos

Acabamos el examen de lingüística casi al unísono. Lo entregamos cabizbajos, pensando no ya en las intrincadas propiedades de fonemas, morfemas y archifonemas, sino en la no menos compleja tarea que nos aguardaba. El semestre concluía y terminaba lo que quizá fuese el mayor esfuerzo intelectual de nuestras vidas; era como si pudiésemos tocar las vacaciones. Nos miramos de reojo mientras guardábamos las lapiceras, cogíamos nuestros cuadernos y dábamos un último suspiro, augurando el principio del fin como solía decir el maestro de historia. Pero lo cierto es que no existía tal principio o al menos nunca logramos identificar un comienzo y sin embargo teníamos que reconocer que, en cierto sentido, aquél era justamente el final. Recuerdo que sentimos el deseo de acercarnos al profesor, aunque fuese por última vez, y estrecharle la mano, decirle que no se preocupara, que todas esas horas invertidas habían valido la pena, que estuviera satisfecho porque en sus eternas sesiones comprendimos que allá afuera todo puede ser, tal como puede no serlo. Quisimos además darnos valor para lo que nos esperaba: correr y abrazarnos y constatar que nuestros cuerpos ya no temblaban, que por fin estábamos convencidos de algo. También sentí deseos de besarla. Como es usual, nada de ello ocurrió; y en las circunstancias que hoy nos reúnen, es mejor no referirnos nuevamente al asunto.

La atmósfera en la sala estaba densa, húmeda y extrañamente fría. Los alumnos continuaban guardando sus pertrechos, apurando la marcha, entregando sus exámenes, moviéndose con ligereza y evitando cualquier acto impertinente: todo detalle había quedado rigurosamente coordinado y los dos vigías infiltrados en la clase –unos políglotas eximidos del examen– tomaban nota de cada movimiento, reduciendo cualquier atisbo de improvisación. ¡Quién iba a pensar que esos cuadernillos, apuntados a pulso nervioso, luego se extraviarían e irían a parar, como se rumoreó pero jamás logró probarse, a las manos del maestro!

La única instancia de preparación que tuvimos fue a sólo horas de la prueba definitiva; ello, pues debíamos prevenirnos de cualquier posibilidad de arrepentimiento. La operación poseía tantas minucias, estaba tan llena de complejidades que no podíamos arriesgarnos a faltas, menos aún si estas provenían de espíritus blandos. Cada participante, es decir, la totalidad de alumnos que asistía al ramo, había sido debidamente adiestrado y registrado en fichas personales. El compromiso con la operación era absoluto: ningún implicado era menos preponderante (y por lo tanto menos culpable) que otro. Hubo incluso quienes sugirieron crear vínculos mayores, realizar alianzas estratégicas entre los grupos que se formaban al interior del curso y que amenazaban con fraccionarlo. Así surgió la propuesta de prácticas sexuales conjuntas con fines unificadores. La idea, disparatada de principio, cobró fuerza y antes de que fuera descartada mediante votación, nos llegaron rumores sobre actos deshonrosos entre dos sectores bastante disímiles del curso. Estas voces, cuya veracidad jamás se constató, volvieron a renacer pocas semanas antes del primer aniversario de la muerte del profesor, cuando en una conversación de pasillo se comentó el abortó a última hora de una de nuestras compañeras. A nosotros, que estábamos en la cabeza de la operación y en cierta medida más involucrados (aunque, como se ha dicho, a nivel de las conciencias todos éramos igual de culpables), recibimos información sobre la presunta violación de que había sido objeto Maira, y que luego devino en el comentado aborto. Hoy, frente a la tumba del profesor, Maira solloza y se me ocurre que tal vez está recordando su pequeño feto, o quizás imaginando el entierro que jamás pudo darle.

Aquella noche salimos juntos de la sala y sin quererlo nuestras manos se rozaron. Sentimos el temblor del otro, los dedos gélidos y la perturbación del breve contacto; imaginamos el sudor que recorría nuestras espaldas y el frío bajo las nucas. Apuramos el paso hacia las escaleras, con la vista perdida en un punto lejano y los cuerpos tensados en un caminar que, luego nos comentaron, resultó fingido y sospechoso. El maestro, según informaron los que permanecieron en la sala, contó los exámenes, los aparejó e introdujo en el sobre que se había proveído para ello, tomó su chaquetón y se acomodó los anteojos hasta salir de la facultad, siguiendo su acostumbrada ruta.

Era un tipo de talla pequeña, de ojos redondos y cabellera ensortijada; con una fisonomía torpe pero de movimientos controlados. Llevaba casi diez años impartiendo el mismo ramo, jamás había obtenido un ascenso en la jerarquía de la facultad y no teníamos conocimiento de algún estudiante que hubiera intimado con él, ni ayudantes con los cuales compartir su letal arsenal teórico. En efecto, era un intelectual dotado de una inteligencia desmedida pero mansa, poseedor de una agudeza redimida que jamás derivó en autoridad dentro de la, como suele decirse, comunidad académica universitaria. Estos hechos, por muy triviales que parezcan, nos hacían pensar que quizá Foucault se equivocaba y que el saber no deriva siempre en poder.

Lo primero que percibimos, una vez fuera, fue la densa bruma que caía sobre los parques de la universidad. Un viento gélido rasgaba labios y narices. Mientras apurábamos el paso sin dirigirnos palabra, mirándonos furtivamente para constatar la presencia del otro, sumándole velocidad a nuestro andar para llegar al lugar de intercepción en el momento preciso. Justo antes de visualizar la esquina prescrita, se nos cruzó una rata gris y larguirucha: nos observó un instante para luego perderse entre la maleza. A un par de metros, divisamos una figura asimétrica y de torpe andar que se dirigía justo hacia donde íbamos.

Un par de días después del incidente, volvimos a vernos. Sucedió en un bar minúsculo, disimulado en las faldas del cerro Santa Lucía. Pedimos vodka y permanecimos unos minutos en silencio. Tuvimos que vaciar varios vasos antes de comenzar una conversación tímida, entrecortada, irrelevante. Aquella noche nos acostamos en su departamento; tuvimos un sexo tenso, frívolo, carente de deseo. Luego de simular un orgasmo, se acurrucó estrechándose a mi cuerpo. Quizá le daba lástima. Sin decir nada saqué una libreta y comencé a escribir; ella encendió un cigarrillo y lo compartimos en silencio. A la mañana siguiente nos separamos; no volveríamos a vernos hasta el funeral del profesor.

Ahora, observando la lápida, luce como ida. Sus facciones se han endurecido, está más delgada y unas ligeras ojeras comienzan a dibujarse en su blanquecino rostro. No la he visto reír ni gesticular en toda la noche; de todos modos, es improbable que nos dirijamos la palabra.

El profesor no alcanzó a gritar cuando nos abalanzamos sobre él. Recuerdo sus ojos redondos estallando en lágrimas mientras lo cacheteaba, su cuerpo lerdo retorciéndose con las patadas y sus libros y notas dispersas por el pavimento. Aunque procuramos no hablar, para evitar ser delatados por nuestras voces, lo golpeamos lo suficiente como para simular un asalto. Una posa de sangre comenzaba a dibujarse sobre el pavimento. Tomamos el poco dinero que traía y el sobre con los exámenes. Diez minutos después nos encontrábamos a cinco cuadras de distancia, inspirando y exhalando como bestias, quitándonos los pasamontañas y verificando que todo estuviera en su lugar. Recuerdo que nos sentamos y ella se limpió los puños ensangrentados. Comenzó a sollozar.

La noticia llegó dos días más tarde. Estábamos en mitad de la clase cuando la directora académica irrumpió. Se paró frente al curso y comenzó, en un ataque de histeria, a relatarnos el “horrible hecho delictual del que había sido víctima el profesor; golpeado, ultrajado y humillado por quién sabe qué bárbaros”. La operación había sido un éxito; sólo que jamás imaginamos cuáles serían sus reales efectos.

En los funerales, nos cogimos todos de las manos, en un acto de apoyo y unidad que escondía la ominosa complicidad de ser parte, al menos incidental e indirectamente, del crimen. A la ceremonia sólo asistieron maestros y personal de la universidad, junto a algunos estudiantes desconocidos y solitarios. Ese día nos vimos e intenté tomarla de la mano, pero ella se zafó y fue a ver el féretro más de cerca.

A tres días del “macabro incidente”, el profesor nos citó a una reunión extraordinaria. Todo transcurría según lo esperado; ahora sólo nos quedaba superar la que seguramente sería la etapa más complicada. Cuando el profesor ingresó a la sala el impacto fue mayúsculo: llegaba con una venda que le rodeaba casi toda la cabeza, lleno de parches en los brazos y la cara, entre los que se podían ver las contusiones y heridas aún sin cicatrizar. Caminaba dificultosamente, ayudándose con un bastón. Era un inválido que, según el imaginario colectivo de los presentes, venía a cobrar justicia.

Como solía ocurrir, nos equivocábamos. El maestro se apoyó en su escritorio y, colocándose frente a todos, nos observó larga y detenidamente. Sus ojos se movía de acá para allá y parecían extraviarse entre los espacios que nos separaban, buscando tal vez un aura o quizá algún índice que delatara a los usurpadores. Mientras conjeturábamos toda clase de posibles reprimendas y castigos, el profesor volvió en sí y comenzó una disertación pausada y triste sobre la pérdida de los exámenes anuales. Se le veía profundamente dolido. Nos pidió las disculpas pertinentes y, antes de salir de la sala con el espinazo encorvado y su bastón guía, declaró a todos y todas, sin excepción, eximidos.

De aquí en adelante los acontecimientos se vuelven difusos. Cada nueva noticia contenía un alto grado de especulación e, incluso, incertidumbre. Desde luego, a todo ello vino a sumarse el mutismo acérrimo de la policía. No pocas veces intentamos contactarnos con los efectivos que habían encontrado el cuerpo, recibiendo siempre por respuesta alguna insólita excusa. Por los periódicos locales nos enteramos de que había saltado, o lo habían arrojado, desde el duodécimo piso del edificio donde vivía. En la fotografía adjunta a una de las crónicas se observaba un departamento pequeño y humilde, con libros que poblaban los rincones más curiosos del lugar: libros en los sillones, sobre un viejo tocadiscos, volúmenes debajo de los cojines y sobre la cocina, textos apoyados en las paredes y sobre el refrigerador. Pero lo que en realidad nos impactó fueron dos sospechosos cuadernos que yacían sobre una mesa de centro. Ese día nos habíamos reunido en casa de Maira para comparar el material recopilado; las imágenes eran difusas y en escala de grises (por más que llamamos al periódico, jamás logramos conseguir los originales), por lo que no pudimos distinguirlas a cabalidad. Ya habíamos repasado todas las fotografías cuando mi acompañante se aventuró a declarar: "son las libretas, las libretas con las tareas y pasos de la operación". Quedamos estupefactos por unos segundos y luego dirigimos, en un mismo movimiento, nuestras miradas hacia los responsables de apuntar en los cuadernillos. A pesar de las amenazas e insistencias, ambos negaron que se tratara de los apuntes, asegurando que ellos, la misma noche del incidente, los habían quemado.

En el acta de defunción no se explicitaba la causa de muerte y, ante la falta de familiares que reclamasen por los motivos de ésta, el equipo forense se contentó con firmar rápidamente el documento y despachar el cuerpo del profesor. Los funerales fueron ese mismo fin de semana. El semestre ya estaba por acabar y algunos compañeros se excusaron debido a pruebas y trabajos pendientes.

Al primer aniversario de su muerte asistió casi la totalidad del curso. Nunca había notado cómo cambiaba la gente; los compañeros hoy reunidos no parecen ser los que hace un año. Se me había ocurrido escribir unas palabras para conmemorar al profesor, leerlas sobre su tumba magullada frente a mis compañeros y cumplir así con un ejercicio de horrenda hipocresía pero que consideraba justo. Evidentemente, no lo hice.

Nos dispersamos silenciosamente, tal vez pensando en las vacaciones venideras. Antes de subir al auto me acerqué a ella y la saludé. Musitó qué tal y siguió su rumbo. Antes de perderla de vista intenté invitarla a caminar. Quizás más adelante, contestó mientras se alejaba.

11 de mayo de 2009

Cenas

La ternura viene antes que la seducción,

y por eso es tan difícil desesperar.

Michel Houellebeq


Un personaje no totalmente identificado yace entre un atado de sábanas. Luce como ido. A sus espaldas amanece y por las cortinas, del todo insuficientes, traspasan los haces primerizos de una mañana primaveral. Partículas de polvo flotan de aquí para allá, alternándose y confundiéndose en una danza ininteligible; colándose entre las ropas apelotonadas en un rincón, pegándose a los cuerpos aún tibios... Un suave pero persistente hedor a carne descompuesta inunda el departamento.

El ring-ring se oiría por tercera vez cuando la puerta cedió. En el pórtico esperaba ella que, al reconocerlo, esbozó una sonrisa. El que abría sintió cómo sus piernas cedían: que inevitablemente perdería el equilibrio y daría de bruces contra el suelo. Pero ella se adelantó y con un imperceptible beso en la mejilla lo resolvió todo. Él la invitó a pasar y notó su leve resbalón luego de pisar un charco de agua. A sus espaldas, los últimos rayos de sol agonizaban en un crepúsculo calipso.

El timbré suena tres minutos antes de lo previsto. Él se tambalea mientras sale de la ducha y se calza unos pantalones. Hace un repaso mental de todos los pormenores y se alegra de haber preparado la cena con antelación. Tal cual, con la camisa a medio abotonar y el cabello alborotado, sale a recibirla. Mientras abre, observa de reojo las gotas que escurren por su mejilla y van a dar al piso recién trapeado.

¡Qué curioso!, pensó al observar que la carne, al sofreírla, perdía parte de su tamaño inicial. Se le vino a la mente una antigua clase de física, en donde un senil maestro insistía en confabularse contra el viejo Newton y la mecánica clásica. “El roce de los cuerpos —acostumbraba a decir, en ademanes morbosos— produce calor. ¡Eso es evidente!”, luego daba algún ejemplo en doble sentido y continuaba, “Entonces, este calor produce un desgaste que antes no existía. Ahora bien, ¿cómo puede explicarse, reversiblemente, este proceso? ¿Eh?”. Seguramente ignoraba que este raconto espontáneo sería nuevamente evocado.

Se sentó y bajó la vista. Sus pupilas se movían inquietas, como buscando alguna cuerda etérea de la cual sostenerse. Su boca comenzaba a quebrarse y sus ojos se humedecían. A la primera lágrima sucedió el primer bofetazo; así, casi causalmente.

Sobre un tablón rebanaba los cubos de zanahoria. Luego agregó ajo y otros condimentos al aceite de oliva hirviendo. La carne, en el fuego contiguo, comenzaba a expeler olor; mientras vertía un poco de vino esperando el chisporroteo. Miró con extrañeza cómo el filete escogido escrupulosamente para la ocasión se encogía paulatinamente. Cuando llegó la hora de trozar la cebolla, sus ojos comenzaron a lagrimear.

El traspié de la entrada fue imprescindible para el contacto inicial. Instintivamente, puso la mano en su cintura y la sujetó; ella enrojeció y le agradeció sinceramente la atención. Por un momento sus cuerpos experimentaron un leve roce, seguido de un calor que ambos notaron, pero que tardaron en manifestarlo. La invitó a tomar asiento y ella encendió un cigarrillo. Intercalaron palabras sueltas hasta que el silencio se apoderó del comedor, generándose una situación tan incómoda como imprevista. El humo se disipaba en el manto impenetrable de una noche sin luna.

Jamás pensaste que los destellos de vino iluminarían de tal manera su rostro; que los suaves contornos cobrarían una textura casi de porcelana; que la risa inicial sería profética de un acto macabro. Las copas tintinearon en un brindis que abriría una cena suculenta y misteriosa.

Programó el reloj de la cocina y calculó el tiempo justo que demoraría en ducharse. Antes, eso sí, recordó un consejo anónimo y trapeó el piso, como quien dice, de punta a cabo. Se desvistió y una vez en la ducha, dudó de lo que significaba la cita pronta a concretarse. Con el agua templada delineando su figura puso fin a toda vacilación.

En un gesto grotesco, se incorporó, levantó el plato aún tibio y lo lanzó contra la pared del fondo. En la superficie quedó estampada una mancha de salsa marrón, con la carne que se deslizaba lentamente hasta precipitarse al piso. Articuló unos improperios y observó las mejillas arreboladas de su acompañante. Ella, tapando su cara, instintivamente se refugió tras la silla; sin imaginar que un jugoso y rosado filete quedaba perdido.

El timbre de la cocina terminó con el inoportuno silencio. Cortésmente, la invitó a acomodarse mientras iba a la cocina por la botella de tinto. Preparadas justamente para la ocasión, tres velas ardían en el centro de la mesa; ella agradeció el detalle con una mirada que fascinaría francamente a cualquiera. Volvió con las copas y el destapa corchos.

Jamás hubiera esperado golpe de tal magnitud. Su cara dio vuelta y automáticamente cubrió su rostro, replegando su cuerpo grácil y tensando hasta el último músculo. Comenzó a estremecerse y luego rompió en llantos. De frente a aquel bulto, no sintió más que un deseo desenfrenado de ajusticiarlo por la imprudencia cometida; impulso aumentado por el minucioso repaso de todas las carnes del objeto punitivo. Sin poder contener su instinto, comenzó una carnicería inescrupulosa.

Bebieron la copa y ella comentó la buena elección de la bebida. Él asintió y aprovechó de acercarse un poco más; estirando su dedo índice y acariciando suavemente su mejilla. Ella se contuvo un momento y vio el rostro aquel aproximarse.

Tampoco estuvo preparada para la patada que le asestó el en vientre; dejándola sin aire y provocando estremecimientos a lo largo de la espina dorsal. Siguieron otros tantos puntapiés hasta que un hilillo de sangre corrompió su rostro inmaculado. Un sudor gélido comenzaba a bajarle por el escote, multiplicando la desenfrenada mezcla de ira y lascivia de su verdugo.

No probaba bocado de vacuno alguno desde los cinco años. Desde pequeña sintió atracción por los animales; actitud que, luego de un paseo al matadero con su padre, convirtió en un dogma contra las prácticas carnívoras. Había pertenecido a numerosas organizaciones y colectivos, hasta que determinó seguir la lucha de forma autónoma, anónima, en el día a día. Tenía fama de vegana en su círculo de conocidos, convirtiendo a más de alguno a aquello que llaman dieta o estilo de vida. Nunca consideró su “trabajo” un movimiento rebelde, contestatario, ni siquiera una ideología. Para ella, constituía una parte inherente de su identidad.

La luz comienza a subir y el cuarto a iluminarse. A su lado un cuerpo otrora menudo y perfumado, permanece inmóvil. Contusiones color marrón pueblan la espalda y cinturas de la mujer, dibujando nubes o figuras obscenas. Se distrae por unos instantes siguiendo las formas de los moretones y cicatrices, que corrompen unos tejidos antes tersos y homogéneos.

Los labios apenas se rozan, con una ternura y sosiego inusitados para lo que acontecerá. Ella musita unas palabras y lo ve perderse al fondo del pasillo. Ignora por completo qué hay de cenar.

Un refugio

En cualquiera de estos casos sacaré la consecuencia de que no han estado a la altura de sus propios actos, de que no han estado a la altura del mundo como realmente es, y a la altura de su cotidianidad.

Max Weber, La política como vocación.

Aún no tienen nombre y pareciera no importarles. Nadan y circundan las piedrecillas con lentitud, apaciblemente. Mordisquean camarones resecos mientras me descabezo en busca de un par de apelativos. Estiran su cuello y se pierden entre las burbujas. Pienso que Lévi-Strauss[1] se indignaría ante las casi dos semanas que han permanecido sin nominación, ajenas a todo sistema categorial, a cualquier taxonomía que, como Borges en su misterioso relato, le imprimiría la necesaria clasificación a los objetos, devolviéndole el orden a las cosas.

Orden no ha habido mucho desde un tiempo hasta ahora. Mi antigua obsesión, que no surge necesariamente a partir de las lecturas de Radcliffe-Brown, ha cedido frente a la pereza o quizás ante el fastidio de un mediocre comienzo de año. Tal vez son ambas voluntades sumadas a la imposibilidad de decir algo, más bien de encontrar algo, realmente interesante de formular. Sin embargo siempre queda la posibilidad de actuar con cinismo, de fingir inteligencia y fruncir el seño ante cualquier observación, simulando reflexión y análisis. Lo cierto es que distinguir entre alguien realmente inteligente y quien simula inteligencia es una operación ya poco inteligente. O de mal gusto, quién sabe.

El trabajo ha dejado de ser gratificante o, en gran medida, se ha rutinizado. Ha perdido aquello que tenía de misterio para automatizarse y hacerse más efectivo, eficiente. Pienso en Max Weber y su tipo ideal del burócrata y temo, a esta edad, convertirme en un nuevo profesional de cuello blanco. Luego me arrepiento y retomo otros asuntos. Escribo sobre política (cuando uno deja de escribir bien, sólo puede conformarse con redactar misivas y artículos políticos) y genero expectativas en torno a ello. Ayer leía, por tercera vez, la inspiradora conferencia de Weber donde afirmaba: “es completamente cierto, y así lo prueba la Historia, que en este mundo no se consigue nunca lo posible si no se intenta lo imposible una y otra vez”[2]. Pero apostar a lo imposible tiene sus costes; y como decía Cortázar, las apuestas suelen perderse.

Se distinguen sin mucha dificultad. Una es de caparazón oscuro, colita larguirucha y carácter aprensible. Es temerosa y alimentarla requiere más tiempo del que dispongo. La otra, por el contrario, es activa y se aventura a lanzar mordiscos cada vez que le acerco su ración de camarón-seco. Ambas viven en una tortuguera de dimensiones cómodas. Pueden sumergirse a gusto y, de vez en cuando, disfrutar de unas horas de luz solar; momentos que aprovechan para descansar y recibir hasta el último haz de luz.

A veces las observo y me pregunto por su cautiverio. Luego la interrogación se refleja y surge la cuestión de mi propio cautiverio. Desecho estos pensamientos por su contenido cursi y sensiblero. Tomo la guitarra y espero a que los reptiles continúen su baño de sol.

“Jory” postula como nombre para la más ágil. Lo tomé prestado del segundo apellido de Berni, una estudiante de sociología que impresiona tanto por su belleza como por su simpatía e inteligencia. Charlamos unos minutos hoy. Habló de sus vacaciones, de su afición por los libros –lee a Bertoni, confesó– y su buen gusto musical. Mis aportes fueron escasos y lamenté no haber dejado espacio al silencio. El silencio, por cierto, es necesario. Bebimos café sin azúcar, Berni subió a su auto y, antes de marcharse con dirección Nororiente, me comentó que escribía. No quiso extenderse en detalles. Nos despedimos y el auto arrancó. Probablemente iba a visitar a su novio.

He encontrado en los libros un refugio cómodo. Al igual que las pequeñas tortugas con su tortuguera, me fascina la idea de que la totalidad del mundo esté contenida en aquellas páginas. Puedo sumergirme, nadar y comer de vez en cuando. Al parecer rebautizaré a la tortuga vivaz –Jory– como “Cass”, una chica increíblemente atractiva que solía darse cortes en los brazos durante sus noches de borracheras, en un cuento homónimo del viejo Bukowski.



[1] Cf. Claude Lévi-Strauss, "El individuo como especie", en El pensamiento salvaje, Fondo de Cultura Económica, México, 1972

[2] Max Weber, “La política como vocación” en Max Weber. El político y el científico, Editorial Alianza, Madrid, 1967, p. 178.

8 de mayo de 2009

Ya está oscureciendo

Está oscureciendo y te agrada, te sientes tranquilo al saber que tus actos serán en penumbras y, de cierta forma, es más seguro...

Te vuelves hacia el espejo de tu madre, lo admiras; es ovalado y tiene un marco de roble envejecido. En él se ve tu reflejo desde el abdomen hacia arriba. Está colgado por encima del mueble que contiene los cosméticos, ese que nunca alcanzaste de pequeño. “Que práctico”, piensas mientras das pasos temblorosos y miras hacia ambos lados: nada, la habitación, amplia y sobrecogedora, está vacía. Entonces comienzas a desvestirte, la ansiedad aumenta y estás extasiado, mas sabes que hoy tu madre llegará tarde, perpetuamente tarde. Así que desabrochas los infinitos botones de la camisa blanca y aflojas el nudo de la corbata del liceo, las manos sudan. Te acercas al armario y encuentras aquel vestido que siempre te encantó, el que usaba mamá en verano, aquel que piropeaban con lascivia los hombres de la construcción, ese verde floreado que llega bastante más arriba de los muslos. Y entonces quedas en calzoncillos, coges el vestido con suma delicadeza y lo frotas contra tu piel lampiña, te lo encajas, la prenda se desliza sutil; estás feliz por tu ausencia de vellos y sólo te queda un poco ajustado a la cintura; “tengo que adelgazar”, dices en voz alta mientras giras frente al espejo y vez tus nalgas resaltadas entre las flores, eso te asombra, te excita y das un par de vueltas para el espejo ¾cuan bailarín¾, e imaginas que es tu admirador furtivo y no tardas en tropezar con la camisa que se arruga en la alfombra, ¡Cuidado! No vallas a estropearla; la recoges, te la pruebas y te agrada; el blanco combina con el verde.

Transcurren unos segundos. Tus instintos te guían y comienzas a escudriñar en el mueble hasta que encuentras la “cajita de los cosméticos”. La abres, coges un lápiz labial entre tus dedos, lo observas un momento y lo destapas suavemente, así, casi con cariño, lo posas en tus labios carnosos y luego lo frotas lanzando besos. Es un tono violeta, cremoso y con una inscripción en francés que no entiendes. La falta de experiencia sale a relucir y las comisuras de tus labios se manchan; todo lo solucionas con la manga ¿no? Nuevamente te presentas ante tu fans; el espejo te contempla, asiente, te aprueba y dejas el labial en la cajita para luego toparte con una fotografía, quebrajada en las esquinas...

“¡Marica!”, gritaría tu padre si estuviera aquí. Mas no te preocupa; él no está, porque tú no tienes padre, o bien, ya no lo recuerdas. Entonces doblas la foto y la colocas en el ínfimo bolsillo de la camisa, ese que usas para guardar las lapiceras bic.

Un fuerte golpe y tu corazón comienza a latir con violencia, te aceleras, la adrenalina fluye y sólo atinas a tapar la cajita y dejarla en su lugar, todo va rápido, lo más rápido posible pero es tarde, la luz se enciende y las penumbras ¾que antes te resguardaron¾ han desaparecido y vez la figura que tanto temes, aumentada mil veces por el reflejo de la bombilla. Tu madre es la que entra con paso estridente; ella, que es mamá y papá a la vez y que ahora te mira de arriba a abajo y no te entiende ni de arriba ni de abajo. ¡Pero qué mierda te pasa!, grita con su voz aguda y no alcanzas a decir nada, menos pensar, cuando te llega la bofetada y tu cara da vuelta y la fotografía que sale despedida de tu bolsillo va a dar al piso, y tu madre se percata, la coge, la contempla por unos segundos: “pero, de dónde salió esto...” dice para sí misma. Continúa observándola, analizándola, se acerca y te abraza con fuerza, “no fue tu culpa” parece decir sollozando mientras das un leve suspiro y no comprendes, pero igualmente lloriqueas: no tanto por el dolor de tu madre como por la tensión del momento. “Él, él es el único culpable -te susurra al oído-, ese hombre malo; ese hombre que me dejó y nos dejó. Sí mi niño -y ambos lloran abrazados, ella más que tú-, él se marchó con todo, con el auto, el dinero, mi amor -y apunta al caballero de la fotografía de esquinas quebrajadas-... Con el maldito amor que le tuve, ¡porque yo lo quería!, ¡a él, sí, lo quería! Quería a ese hombre, que era hombre y mujer a la vez. Amaba a ese maricón, ¡lo juro! Incluso lo quise cuando lo vi esa noche, en la cama, con tu tío Roberto... el muy maraco. Lo quise aún cuando hizo su maleta, entre gritos y lagrimas. Lo quise; pero no dejé que se despidiera de ti... no, de ti, nunca. Pero yo sé, no te preocupes, mi niño, yo sé que usted no es como él”.

Al día siguiente tuviste que tirar la camisa a la basura porque la mancha de labial no salió con nada y eso que tu madre la dejó remojando en cloro toda la noche.

Cuando las luces comienzan a bajar

Era la hora secreta del cielo: cuando más refulge porque los seres humanos duermen y ninguno lo mira.

Antonio Di Benedetto, Zama

Hoy la vi. Hace años que no charlábamos y debo confesar que por un momento temí no reconocerla o quizá olvidarla. Pero lo cierto es que el tiempo parece haber pasado en vano, como si nada hubiese cambiado desde las correrías de esos ya lejanos veranos en Antofagasta. Bebimos unas cervezas en un barranco cercano y nos despedimos a las afueras de su casa. Ella puso música en su teléfono celular, fue locuaz y espontánea; yo intenté bromear y evitar pensar en el pasado. Después del segundo sorbo nos largamos a echar comentarios sobre cualquier cosa. Preferí seguir el ritmo del diálogo y que la situación se desenvolviera por sí misma. De fondo Antofagasta se mostraba lejana y sombría, como un animal muerto al costado de la vía férrea. Tras las serranías el mar continuaba su persistente balanceo, apenas perceptible ante la luz tenue que provenía de los alumbrados del puerto. Cada cierto tiempo pequeños destellos como luciérnagas en pares atravesaban la costa. Conforme avanzaba la noche la ciudad cobraba ese aire que ha seducido a forasteros e inmigrantes, encanto de putas y traficantes de medio pelo, pathos de poetas frustrados y de comerciantes alcohólicos. Eso recordaba mientras ella con la mirada perdida hablaba sin reparar en mí. Eran casi las tres de la madrugada, justo cuando las luces comienzan a bajar.

Llevaba un par de días en la ciudad cuando me topé con un viejo amigo. Fue en pleno centro de la ciudad. Tenía la frente apoyada en la vitrina de una librería y lo descubrí, justo a mi lado, mirándole el culo a la joven que acomodada los libros en el anaquel superior. Era medio día y el pobre sudaba como mula. Me saludó afectuosamente. Intercambiamos gestos cordiales y luego caminamos por calle Serrano hacia el poniente, en dirección a un pequeño bar al cual no tardó en invitarme. Una vez dentro nos acomodamos en la barra y mi compañero pidió whisky para los dos. La camarera, una cuarentona de minifalda demasiado ajustada, se excusó y nos trajo unos cortos de coñac. Esperé el escozor en la garganta antes de prestar atención a su discurso, el que probablemente versaría sobre su condición de cesante, las injusticias sociales del gobierno de turno y la actual repartija de la torta fiscal. Estaba distraído y opté por dar un vistazo al entorno. La barra se encontraba vacía salvo por un hombre sombrío y hosco, de bigotes prominentes, con la vista fija en un cigarrillo que se extinguía paulatinamente. Me pareció reconocer en él a un viejo director del teatro Pedro de la Barra, que décadas atrás insistía con sus montajes sobre la vida salitrera, las pampas y el trabajo obrero, las putas y el halo fantasmagórico de una ciudad que, vista hoy, parece haber quedado reducida a los textos de aquel viejo que mira impotentemente cómo el último cigarrillo de la noche –ahora día– se consume.

Me equivocaba. En lugar de comenzar un monólogo sobre los problemas que aquejan a los cesantes del país, mi compañero de asiento narró una historia. Era la historia de una chiquilla. Chiquilla de la Capital –decía mientras agitaba el vaso, revolviendo los hielos del coñac–, que había llegado a la ciudad a ver a su hermana mayor. ¿Que cómo era la chiquilla? No sé, nunca la vi. La cuestión es que ella salió una tarde a comprar pan, viste, a comprar como quien sale cualquier día domingo a conseguir cervezas para el partido de CDA. Fue cerquita de la casa, a lo sumo unas cuatro cuadras de distancia que eran fácilmente transitables a pie. Y claro, aunque era capitalina la chiquilla, conocía el trayecto, casi como el trayecto que hacía en su cuidad natal para comprar el pan. Pero no sabía que allí cerca, del otro lado de la línea del tren, se había instalado una empresa constructora. De construcciones grandes, viste, esa que bordea toda la ladera en la zona norte de la Coviefi, como quien dice, en el sector más próximo a la falda del cerro. La línea de edificación se extendía entonces a lo largo de esta ladera y su sombra cubría todo el curso de la vía ferroviaria. Eso no permitía visualizar a la chiquilla con su bolsa del pan; más bien, nada se percibía que no fuera el pálido reflejo de los rieles de acero. Entonces, como te decía, esta chiquilla fue por el pan y en la vueltecita, cuando iba por la huella poco iluminada, la asaltó un tipo de chaqueta de cuero, ya avanzado en edad. La embiste, vez, con navaja en mano y la amenaza de muerte. Le echa improperios y la zamarrea. Le empieza a meter mano este tipo de la chaqueta y jadea en su oído mientras la pobre chiquilla en vano intenta zafarse. Escucha su respiración y desespera. Iba a salir corriendo pero él es más rápido y la coge y la tira contra una pared de concreto, donde nadie podía ver por la sombra que daban estas construcciones de las que te hablaba. Y ahí el tipo hace su cochiná. Y al rato la chiquilla vuelve a casa llorando, sin el pan, que había quedado desparramado en el sitio.

Salimos del bar luego de dos corridas más de coñac. Antes de dejar la propina sobre el mostrador lancé una último mirada al rincón donde se hallaba el viejo, pero éste ya se había marchado. Su cigarrillo estaba consumido hasta el filtro.

Nos separamos luego de una breve caminata. El sol alto y primaveral contrastaba con los fríos vientos del invierno en Santiago. Nos despedimos y por un momento pensé que Antofagasta repentinamente se había condensado en la intersección de Condell con Serrano y sus bares de mala muerte, como si toda la cuidad pudiera sintetizarse en aquella esquina. Miré hacia el viejo Cine del Centro ahora trasmutado en sede evangélica, e inesperadamente recordé la tiendilla de música usada que un viejo punk atendía. Seguramente habrá muerto, concluí, siempre se dijo que tenía sida… Me encontré entonces con una ciudad en decadencia, como un lugar cuya vida se basa en la insistente pregunta por tiempos mejores, sitio de un pasado asumido como glorioso por viejos hoy infelices, escenario de personajes sombríos, de actrices en sobrepeso, ojerosas y sueltas de carne, el texto de un guionista trasnochado, que porfía con sus escrituras de corto aliento, el teatro con sus gradas semivacías y el director que porfía con montajes pampinos cursis y mal actuados, algunos inmigrantes bolivianos pobres que vuelven, por última vez en la noche, a recorrer sus calles céntricas ofreciendo chumbeques y pululos.

Ha bebido el último sorbo de la botella y me ofrezco para lanzarla barranco abajo, hacia el vacío. Espero escuchar el chasquido de ésta azotándose contra las rocas, pero sólo recibo un golpe seco y sordo. Ella se burla del tiro fallido y marchamos en dirección a casa. Estaba comentando algo sobre sus amistades cuando atravesamos la línea del tren. Inconcientemente dirijo mi vista hacia el norte y me sorprendo por un enorme foco, del cual emana una luz blanquecina fluorescente que ilumina exageradamente la ladera de los cerros entre los viejos edificios de la construcción y la vía férrea. Ahorro comentarios y lanzo una mirada a mi acompañante. Ella sonríe, comenta que el foco lo instaló el municipio como política preventiva. Pienso en esa palabra, prevención. Nada puede prevenirnos, pienso, y nos despedimos.

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A Catalina

Sobre Santiago cae una bruma fresca que parece avecindar tiempos otoñales. El lento transcurrir de la tarde invita a caminar un momento, detener la marcha, tomarse un tiempo y seguir el rumbo. En eso estaba cuando di conmigo en el teatro de la Universidad. Me agradó constatar que aquella noche interpretarían piezas de Brahms –desconocidas para mí, por cierto–, y rápidamente conseguí un ticket. Una vez dentro, recordé que esa noche una virtuosa violinista interpretaría los nocturnos en calidad de solista. Era una mujer alta y robusta, de cabellos dorados y piel blanquecina. Vestía un corsé verde como los bosques germanos y una falda enorme tableada en un rojinegro escoses. Parecía un hada de las fábulas de la mitteleuropa, o de esas ninfas que a las orillas del Rihn sorprenden a los viajeros impertinentes.

En ella pensaba cuando, más tarde, caminando por 30 de Octubre, me topé con Calugón. Parecía feliz de verme, aunque en su sonrisa espontánea noté cierta preocupación. Nos saludamos afectuosamente y comenzamos a ponernos al día en nuestras respectivas actividades. Me contó que estaba bien, que seguía estudiando y hacía tiempo no carreteaba. Calugón es de esos jóvenes que puedes hallar en las esquinas de las poblaciones periféricas de la capital, charlando con otros tipos de procedencia y futuro inciertos. Cualquiera que lo viese –desde nuestro punto de vista, evidentemente– intuiría que se trata de un traficante menor o un consumidor esporádico de droga; si lo escuchase hablar, no dudaría en tildarlo de flaite o, cuanto mucho, de poco educado. Si el desconocido se tomase algo de tiempo, si intercambiara algunas palabras con Calugón, no tardaría en percatarse de que se trata de una persona excepcional.

A Calugón lo conocí allá por el verano del dos mil dos. En aquellos tiempos escuchábamos Rage Against The Machine, y él se contentaba cada vez que yo traducía pequeños fragmentos de sus letras. Tomábamos cerveza al calor de esas tardes interminables, concluyendo de vez en cuando nuestras jornadas con un oportuno melón con vino. Amenizábamos el día capeando el calor en una minúscula piscina plástica. Calugón comentaba lo mucho que le interesaban los autos, y su idea de ir a la universidad; yo, cuatro o cinco años menor, describía las playas antofagastinas y los vientos que, al atardecer, acompañan los cigarrillos de los veraneantes. Pasamos la temporada estival viéndonos casi todos los días, sentados en las soleras de La Victoria, observando, despreocupados, cómo transcurría el tiempo delante nuestro, casi sin tocarnos, como si no fuésemos a envejecer.

Calugón habló de su novia. “¿Te acordai que estaba con una mina? La loca se fue pues, hace como un mes que no la veo. Chateamos eso sí todos los días. Ahora quiero irme. Quiero ir para allá, a dónde se fue la loca, a Suiza. Quiero irme y probar suerte. Pero antes tengo que sacar el técnico”.

Calugón vive con su madre en una casita de Galo González. Nunca ha mencionado a su padre, y es probable que no tenga. Sus amigos son jóvenes de los alrededores, visten ropas de marcas vistosas y tal vez tengan algún grado de adicción a la pasta base. Muchos de ellos no trabajan o trabajan en empleos informales y mal pagados. No caben dudas de que nunca concluyeron su educación media y que desfilaron por escuelas municipales de poca monta. Pasan el tiempo en las esquinas, hablando de sus vidas y comentando experiencias, mirando a los que pasan y observando el mundo a través de la población.

Intenté no hablar demasiado de mí. Estaba más interesado en Calugón y su nuevo proyecto. Al enterarse de que estaba realizando la práctica en la universidad y me hallaba en camino de obtener el título, afirmó que yo sería un científico. “Tú eres puro estudio –indicó mirando el libro que llevaba bajo el brazo–, para mí que vas a ser científico”. Luego de eso miró hacia arriba, como buscando en el cielo alguna palabra que se le hubiera escapado en ese preciso instante. Un poco más sosegado, me atrevería a decir que con cierta humildad, añadió que le gustaría seguir estudiando. “Quiero terminar el técnico, viste, y ver si puedo educarme allá, en Suiza. Trabajar en algo y también educarme, para que cuando vuelva me tomen en cuenta”.

Nunca he comprendido a cabalidad el misterioso mecanismo que opera en nuestro interior cuando comenzamos una amistad, ni las vicisitudes de dos vidas que, en determinado momento, divergen hasta el punto de hacerse irreconocibles. Pienso en la improbabilidad de que biografías como las nuestras hubiesen coincidido; y agradezco que las casualidades sigan interviniendo, en una suerte de secreto azar, en las vidas de las personas.

Me despido de Calugón y giro en Estrella Blanca rumbo a la casa de mi abuela. Pienso en la suerte y recuerdo sus últimas palabras: “y eso es lo que quiero hacer este año: quiero irme y después volver. Aunque no sé si vuelva.”